Volví a mirar el vaso de plástico que sujetaba entre mis dedos. Apenas quedaban unos restos de espuma de cerveza. Levanté la vista y vi el ambiente de la discoteca. La gente estaba eufórica, totalmente descontrolada. Estaba en la zona del karaoke y el espectaculo había pasado de divertido a borracho-esperpéntico. Un grupo de ingleses echaban un pulso verbal a ver quienes de ellos conseguía destrozar antes "Don´t Stop Me Now" de Queen. Volvía a mirar el vaso y resoplé. Llevaba cerca de tres horas bebiendo y no conseguía emborracharme. Había mezclado cerveza con tequila y con dos clases distintas de absenta, en un vano intento de intoxicarme aquella noche de lunes. En mi mente, el debate subía de tono entre los partidarios del "eres un macho" y "eres un alcóholico". Lo que realmente sucedía es que era un cretino gilipollas pozo-sin-fondo, que no hacía más que dejarse dinero en la barra de los bares con identico resultado: aburrimiento vanal y superficial.
Me acordé entonces de aquellas juergas cerca de Ciudad Universitaria en el centro de Madrid. Aquellas noches infinitas subidos a las mesas y cantando canciones de rugby con mis compañeros de equipo. Recordaba aquellos viajes etílicos sin rumbo, en los que la sonrisa no abandonaba nunca mi boca. Aquellas noches de codo en barra y manos humedas por las jarras de cerveza fría. Aquellos intentos locos y osados de intentar ligar con chicas con las historias más disparatadas posibles.
- Alex ¿te tienes que volver a ir?- me preguntaba un amigo con una mueca de seriedad fingida
- Me temo que sí, las vacunas en África no se ponen sólas- le respondía afligido
- ¿Y quién cuidará de los delfines?- me replicaba aumentando el dramatismo de sus palabras
- Ya habrá más entrenadores, mi deber está con los niños - e intentaba contener las carcajadas
Posicionados estratégicamente cerca de las chicas, que escuchaban incredulas nuestra conversación, inventabamos noche tras noches historias estrafalarias para ver si alguna picaba. Con las guiris eramos más directos, automáticamente las soltábamos un I´m a Spanish Bullfighter y comenzabamos a darlas pases con un capote ficticio. Si alguna entraba al trapo pronto la decíamos la verdad, no fuera a ser que la mentira nos golpease con la misma fuerza que la decíamos. En el fondo no eramos tan cabrones.
Pero aquel lunes, allí plantado a 2.500 kilómetros de aquel bar de Madrid todo era muy distinto. Budapest es una ciudad brutal, pero a veces lo es tanto que te acaba consumiendo en sus entrañas, es decir, en sus sotanos convertidos en bares oscuros. Una vez, un amigo me dijo que la ciudad era decante pero sublime, no puedo estar más de acuerdo.
Aquella discoteca, a la que ibamos todos los lunes, me estaba consumiendo el alma. Por pocos florines podías beberte tres cervezas tibias y aguadas para luego, al finalizar aquella especie de happy hour, seguir hinchandote a tequilas acompañados de gajos de naranja con canela. He de reconocer que los primeros días no estaban nada mal, pero al cabo de unos meses, estar allí cada semana suponía tener que interpretar un rol que empezaba a odiar. Me sentía realmente como un actor en un gran teatro en el que todo es artificial y bizarro. Me veía ahi, apoyado en la pared con el vaso en la mano, como un actor secundario que tiene que ver paciente y aburrido la gran escena que se abre ante sus ojos, donde los protagonistas apuñalaban con sus graznidos el recuerdo del gran Freddy Mercury al tiempo que peleaban por acaparar los micrófonos del karaoke.
Ese día dije "basta" y me fui de allí sin tiempo a que el adulterado alcohol me hiciese el poco efecto que solía hacer. Salí del local y el frio aire invernal de Hungría me dio una bofetada en la cara que me hizo volver a la realidad por un instante. Caminé por la Avenida Andrassy mientras los maniquís dormidos de Louis Vuitton y Dolce & Gabbana me miraban altivos. Esos andróginos de plástico vestían mejor que yo y parecían saberlo. Les miré pensando en esto y seguí caminando, con la cabeza medio hundida en el cuello del abrigo.
Llegue a la plaza de Oktogon y me monté en el tranvía numero 6. Un par de paradas después me apeaba para ir a mi casa. No obstante antes decedí pasarme por la tienda 24 horas y comprarme la última cerveza. "A salud de los caídos en combate" pensé. Pagúe y salí a la calle. De repente mis ojos se clavaron en los ojos de un vagabundo agazapado en un portal al otro lado de la acera. Fue una mirada fugaz, directa a sus pupilas. El también me estaba mirando fijamente. Sin pensarlo volví a la tienda y compré otra cerveza igual que la mía y me dirigí a donde él estaba. Se la dí y me miró extrañado. Me senté a su lado y tras dar un sorbo comencé a hablar.
- Soy un gilipollas, ¿sabés?. Se me está yendo la cabeza a lugares que no me gustan nada y lo peor es que me doy cuenta y no hago nada para remediarlo. Quizá piense que el resto del mundo sean una panda de superficiales de mierda, pero que cojones yo al fin y al cabo soy igual.
El vagabundo me miró sin entender absolutamente nada. Abrió su cerveza y siguió expectante, tal vez por aburrimiento, tal vez por ver a donde llevaba aquello.
- Necesito que me den una paliza psicologica para volver a estar a tono, ¿sabes?, como un boxeador que necesita ser knoqueado para descubrir que tiene que hacerse más fuerte, el problema es que creo que a todo el mundo se la suda lo que yo siento. Qué se yo, si yo no me preocupo del resto quién cojones se va preocupar por mí.
El vagabundo me miró y se llevo las manos a la boca haciendo un gesto de querer comer.
- Ya entiendo- le dije al tiempo que me levantaba- gracias por la charla amigo- y brindé chocando mi lata de cerveza con la suya.
Volví al 24 horas compré un par de sandwiches y se los dí.Mientras volvía a casa no podía parar de descojonarme... "te vas a la puta cama y sin rechistar Alex," me decía a mi mismo entre risas, terminando el último trago de cerveza