La aspereza de la cerveza es el sabor más cruel que conozco. La cerveza, sobre todo en las horas bajas en las que tocas fondo, no es más que un consuelo artificial. Realmente la cerveza no te anima, ni te da consejo (por mucho que los busques en el fondo del vaso). La cerveza es incapaz de darte una palmadita en el hombro o de decirte algo agradable al oido. Por más que bebas, la cerveza no va a solucionar tus problemas. Yo aquella noche parecía ignorar todo esto, porque en el momento en que la miré a los ojos por primera vez llevaba unas siete mahous e iba camino de la octava.
Fue sin duda la noche que menos hablé, pero que mi mente más cosas dijo. Ella no paraba de hablar, la mayoría eran cosas acerca de su vida, el resto eran preguntas hacía mí para saber por qué no hablaba. "Soy muy tímido" era mi respuesta, y refugiaba mi cara tras mi trinchera de vidrio cinco estrellas.
Ella hablaba. Yo hacía que escuchaba y mi mente me vociferaba desde algún rincón lejano. Es una sensación cálida y placentera aislarte por un momento del mundo, asentir rítmica y mecánicamente y dejar a tu mente que organize una orgía de pensamientos. Todos con todos, sin orden, peleándose por ver quien se folla a la idea más inocente e impone su criterio.
Cuando el camarero se acercó a nuestra mesa para avisar del cierre yo tenía una embriaguez tan absurda como acorde con aquel momento tan bizarro. Cuando una situación es absurda, casi circense, se ve maravillosamente genial a través de los ojos del alcohol. Y para mí aquel viaje a las entrañas del Barrio de Malasaña fue como la búsqueda de Oz, sólo que sin aquel perro-patada estridente.
Íbamos cogidos del brazo, calentándonos por medio de la fricción de nuestras caderas. Yo era incapaz de ver las vallas rojas y azules, pero por ahí debían de estar porque estábamos haciendo un slalom cojonudo. Seguías hablando sin cesar, está vez mucho más contenta. Parecía que tu lengua se alimentaba a base de Tequilas Sunrise y tenía combustible para largo. Yo escuchaba y escuchaba y seguía escuchando, como un mayordomo que observa a sus señores atiborrarse y emborracharse durante la cena. Elegantemente vestido, reposando en un rincón, decidiendo a cuál de las invitadas se tiraría primero, o cuánto tendría que escupir en el vino para que dijeran algún comentario como "se nota el roble en este Burdeos".
Decidí decir lo más inteligente que mi mente podía elaborar en aquél instante. Te empujé suavemente contra la puerta de madera de un portal. Te puse un dedo en los labios antes de que terminaras la frase "pero que estas haci....". Te miré a los ojos y con el acento más galán que pude imitar te dije: "si fuera tu mayordomo serías la primera de mi lista". "De que lista estas habl...." pero no te dio tiempo a terminar la frase porque te bese en la boca con todo el cariño que pude.