viernes, 14 de junio de 2013

Tocata y Fuga del Perfecto Hijo de Puta


Dedicado a ti, por animarme constantemente a que siga escribiendo

Se rascaba la densa barba oscura, perfectamente arreglada. Era un gesto que le acompañaba desde la pubertad. Un gesto automatizado que le relajaba en los momentos en que su corazón comenzaba a acelerarse. Y aquel era uno de esos momentos. Intentó aplacar su incipiente nerviosismo con un sorbo a su vodka con Sprite, corto de vodka, que llevó a los labios con lentitud pero con gran firmeza. Con la espalda completamente erguida, queriendo dar una imagen segura y varonil, Hugo dejó su copa sobre la barra y la miró por primera vez. Había entrado en aquel pub hacía ya quince minutos pero Hugo únicamente la había visto de soslayo. Era una maniobra perfectamente calculada, medida con la precisión que otorga la experiencia. Ella, por el contrario, había reparado en él nada más entrar. Se había fijado en su pelo rizado, engominado hacia atrás, que dejaba protagonismo a una cara de rasgos bien marcados, propios de un noble italiano o, tal vez, de un exitoso hombre de negocios de algún lugar del norte. Una cara, mediterráneamente bronceada. Rugosa pero cuidada, dando la sensación de ser la de un hombre que ha conocido el lado agrio de la vida y que ha sido capaz de regresar  de él triunfando. La ropa que vestía reforzaba aquella idea. Un elegante traje gris oscuro combinado con una fina camisa blanca, abierta por el cuello, en el gesto inequívoco de quien se quita la corbata tras una dura jornada de trabajo y baja al bar del hotel a tomarse un par de copas a modo de armisticio. ¿Viaje de negocios?, ¿fusión de empresas?, o lo que  empezaba a excitar más aún a Vanesa en aquel momento, ¿compra y venta de obras de arte?.

Vanesa removía su Dry Martini en aquel momento, cuando aquellos ojos oscuros se clavaron en los suyos sin pedirle permiso. La conexión fue instantánea, eléctrica. Hugo era consciente del poder de su mirada. Una maniobra tan repetida como infalible, cargada de seguridad. Era la mirada del cazador furtivo mirando con respeto a su presa, pero con el convencimiento de que en el juego del statu quo acababa de ponerse con ventaja. Vanesa recibió el golpe como el del boxeador soberbio que encaja el primer derechazo del combate. Primero, la descolocó aquella firmeza osada. Seguidamente, dejó que el poder de aquellas pupilas le embriagase, como el aroma del bourbon y del jazz en las primeras noches de verano.

Quizá pasasen unos pocos segundos, quizá no fuese más que un mero instante, pero aquella situación fue, para ambos, una verdadera conversación sordomuda de miradas. A Hugo le seguía bombeando el corazón con intensidad, pero el hecho de saber que había conseguido provocar el efecto deseado en aquella mujer le cargaba de coraje. Seguía manteniendo su mirada en aquellos ojos verdes translucidos, que comenzaban a iluminarse en la nebulosidad del pub. La señal perfecta, pensó Hugo, para rematar aquel primer embate. Y sin dejar de mirarla, esbozó un media sonrisa cómplice de aprobación antes de volver la atención a su copa.

A Vanesa, aquella sonrisa le acabó de hechizar. Se había dejado llevar y ni siquiera sabía cómo había pasado. Estaba complacida con aquella situación, disfrutando con la expectación nerviosa de una adolescente. De repente, sintió un pequeño ataque de nerviosismo. Intentado no exteriorizar inseguridad, comenzó a hacer un rápido repaso mental. Había sido un día largo de trabajo y en sus planes no estaban la interacción con ningún hombre. Hizo un chequeo mental de su aspecto: el pelo lo llevaba bien arreglado, se había mirado en el retrovisor del taxi al regresar al hotel; el maquillaje estaba perfecto, tal vez poco atenuado, pero la iluminación del pub era indirecta y eso ayudaba a realzar sus rasgos. La ropa era adecuada, formal pero con un toque sensual, ensalzando adecuadamente el contorno de su figura. Había sentido la mirada indiscreta del camarero al entrar y eso era un claro indicio de que tenía un aspecto atractivo. Sin duda, un verdadero aliciente en aquella situación, en la que la seguridad en los propios actos eran las pistolas elegidas en aquel duelo.

Hugo mientras tanto estaba contando mentalmente hasta noventa. El juego de la seducción era, en su opinión, como la alta repostería. Todo llevaba un tiempo, una cantidad, un reposo. Los pasos a seguir estaba preestablecidos, y había que cumplir con el guión de uno mismo. Setenta y uno… setenta y dosn ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽el juego del  segurida de in dejar de mirarla, esbozque comenzaban a iluminarse en la oscuridad el juego del  segurida, Hugo se preguntaba qué estaba pasando por la cabeza de aquella mujer. Con todo, no había tiempo para especulaciones. Ochenta y cuatro… ochenta y cinco. Quedaba sólo el tiempo justo para preparar el siguiente paso. Delicadamente, Hugo estiró su brazo izquierdo, dejando que la manga de su traje dejara al descubierto un elegante reloj suizo con correa de cuero. Lo miró con paciencia y puso un gesto contrariado, totalmente impostado, poniendo énfasis en que ella lo advirtiese.

Así lo hizo. Le miraba con curiosidad a escaso metros, preguntándose qué le pasaría a aquel reloj de alto diseño. Entonces, él le volvió a mirar con aquellos ojos llenos de fuerza, haciéndola sentir como si fuera su única esperanza, como si fuera realmente valiosa.

-       Disculpa que te moleste. – Dijo Hugo en un tono que para nada sonaba a disculpa, sino a autentica determinación masculina. – He cambiado tantas veces de huso horario esta semana que ya no sé ni en que momento vivo. Miraría la hora en el móvil pero lo tengo cargando en la habitación. ¿Podrías decirme que hora es en esta parte del mundo, por favor?. – Y dejó lucir una sonrisa canalla, una de esas que dicen “¡oye!, yo no he elegido tener una vida tan interesante”.

A Vanesa casi se le cae el bolso al ir a coger su Iphone para mirar la hora. Estaba presa de sus encantos, totalmente a merced de aquellos ojos que aliñaban una voz sedosa y penetrante. Llegó por un momento incluso a sentirse halagada de ser a ella a quien acudiese en busca de ayuda, y no de cualquiera de las otras personas de aquel pub en la planta baja del hotel.

Hugo disfrutaba de la escena como el niño que se relame a la puerta de su cocina mientras su madre prepara una tarta para el postre de la cena. Estaba tan sumido en lo bien que estaba yendo la situación que apenas prestó atención cuando Vanesa le indicó que eran las once y diez de la noche. Realmente le importaba poco la respuesta. Su reloj tenía la hora perfectamente actualizada, la cambiaba nada más ponía un pie en el aeropuerto de su destino.

En el argot del fútbol, lo que Hugo estaba haciendo en aquel momento era jugar en la línea de los tres cuartos. Muy sutilmente, había conseguido traspasar la invisible frontera de lo políticamente correcto en las relaciones sociales, hallándose en una posición envidiable, a escasos centímetros de Vanesa y con la iniciativa en sus manos de continuar aquella no tan improvisada conversación.

-       Te lo agradezco, hay un momento en el que los hoteles, los aviones y las salas de espera vuelven a uno loco. Si no fuera por que disfruto tanto con mi trabajo… - Hugo dejó la frase en suspenso. Acababa de presentar el cebo y sólo había que esperar a que ella lo mordiese sin pensar en el anzuelo que había escondido debajo.
-       ¿A qué te dedicas? – Preguntó ella casi al instante, sin poder ocultar la enorme curiosidad que la invadía en aquel momento. Hugo comenzó a enrollar el carrete.
-       Soy editor de libros. De toda clase la verdad. Mi empresa publica novelas, poesía y cuentos infantiles. De hecho son estos últimos los que me están llevando de un lado para otro.  – Hugo dejó nuevamente la frase a medias. Estaba llevando a Vanesa a su terreno y lo sabía. Ella parecía no darse cuenta y seguía su juego sin percatarse.
-       ¿Cómo es eso?. ¿Por qué los libros infantiles?.  

Ese era el pistoletazo de salida para la perfectamente programada coreografía de mentiras de Hugo. A pesar de ser un hombre altamente atractivo, educado y cautivador, Hugo no había conseguido prosperar en su trabajo. Lleno de ideas, de ambición y de energía, una serie de malas decisiones habían puesto freno a lo que hacía años parecía una carrera destinada al éxito. Esa mala decisión había sido la fidelidad. Hugo no era editor de libros, solamente los distribuía. Ni siquiera distribuía obras de alta calidad. Su campo era el de las novelas baratas, ramplonas, con argumentos únicamente capaces de atraer alguna cincuentona aburrida cuyo mayor reto intelectual eran los crucigramas. Esos típicos libros que se encuentran permanentemente en oferta en las estanterías de las librerías de los aeropuertos. Menos de 5 euros por 300 páginas. El precio no estaba mal, sino fuera por el hecho de que lo más valioso en aquellos libros era la tinta con la que estaban impresos.

Hugo, antes de comenzar a narrar su ficticia vida llena de logros no podía evitar pensar algunos segundos en la verdadera vida que ocultaba tras aquellas mentiras. Tuvo la oportunidad de ser editor. La tuvo al alcance de la mano. Una buena empresa con proyección internacional que acababa de entrar en el mercado internacional. Buscaban gente joven, con hambre, y Hugo estaba hambriento. Tenía la formación, las cualidades y unos pocos años de experiencia como distribuidor de libros de tercera categoría en la empresa de uno de sus mejores amigos. Era la oportunidad perfecta para comenzar a despegar. Superó el proceso de selección con relativa facilidad. Su aspecto de triunfador y su don de gentes le fueron de gran ayuda. Estaba leyendo el mail que le informaba que había sido escogido para formar parte de aquella empresa cuando entró su amigo hecho una furia por la puerta. De alguna manera se había enterado de las intenciones de Hugo de abandonar la empresa. Más de dos horas duró aquella conversación. Primero fueron gritos de furia que pronto se convirtieron en reproches y acusaciones de traición. Por último, llegaron las súplicas. Hugo permació en silencio la mayor parte del tiempo. Escuchaba con asombro y resignación como su amigo le echaba en cara su ingratitud tras haberle dado su primer trabajo. Escuchaba aquella voz rota que le decía que sin él, la empresa perdía su alma. Que ahora más que nunca le necesitaba para que el negocio continuara adelanta. Sin Hugo, la empresa perdía su imagen, y sin imagen, estaban condenados al anonimato y por tanto, a la desaparición. Su amigo le pidió unos años más de dedicación, lo necesario para seguir creciendo y asentarse en el mercado. Una vez conseguido ese objetivo, podría marcharse a cualquier otro lugar. Hugo le creyó, y enterrando todas sus ambiciones, planes y proyectos, decidió no dejar de lado a su amigo, serle fiel. Y continuó en aquel puesto de trabajo que desde ese día comenzó a odiar.

Apenas pasaron dos años cuando su amigo tomó la decisión de vender la empresa y empezar de cero con el dinero en Argentina. El nuevo comprador decidió mantener en su puesto a Hugo, que cuando quiso recuperarse del shock y abandonar aquel lugar descubrió que la crisis financiera ya no ofrecía oportunidades laborales tan jugosas como antes. Traicionado, hundido y atado a un oficio que detestaba, Hugo decidió que jamás sería fiel a nada ni a nadie. Y la peor parte se iban a llevar las mujeres.

Su trabajo le permitía viajar con frecuencia y siempre en estancias cortas. Una parte de sus responsabilidades era acudir a las distribuidoras locales, ofrecerles el nuevo catálogo, intentar colocar algún título nuevo y cercionarse de que los libros estuvieran ubicados de la forma correcta en los expositores. Era, sin duda, un trabajo obscenamente aburrido, en las antípodas de la satisfacción personal plena. Únicamente tenía una ventaja. Podía explotar su atractivo físico en busca de mujeres predispuestas a dejarse seducir por un extraño. Hugo lo tenía muy claro. Sólo buscaba relaciones de una noche. Sólo quería seguir tres pasos: charla, cortejo y sexo. Cualquier otra actividad fuera de esas tres estaba totalmente vetada, más incluso si se producía una vez salido el sol. Por ello, había trazado un plan perfectamente milimetrado. Hugo daba el primer golpe de efecto. Él iniciaba el juego. Una vez que la partida estaba en marcha, su trabajo era encandilar y seducir. Usaba las artimañas que fuesen precisas El objetivo era hacer sentir especial a la mujer que tuviese enfrente. Para ello contaba con multitud de ardides. Esta noche tocaba uno de sus favoritos: el editor de libros para niños y su viaje para tratar de fundar bibliotecas en hospitales infantiles.

-       Los libros infantiles son una de nuestras especialidades – Dijo Hugo con voz atemperada, tras haber vuelto a la realidad de aquel bar – Hemos llegado a tener tantos títulos que podríamos abrir una pequeña biblioteca… de hecho eso es lo que pretendemos hacer. – Terminó la frase dejando nuevamente la expectación, a la espera de que su interlocutora quisiera seguir averiguando más.
-       ¿Una biblioteca?, creía que el negocio de los editores era vender libros, no prestarlos públicamente. – Vanesa se encontraba muy cómoda en aquella situación, dejando que su boca modulase las palabras suavemente mientras con su mano jugueteaba graciosamente con un mechón de su pelo castaño.

Hugo no pudo dejar de reírse ante lo ingeniosos de aquella pregunta.
-       Tienes toda la razón, debemos ser los peores editores del mundo. - Respondió Hugo sin dejar de reírse antes de dar un nuevo trago a su copa. – Estaba bromeando. Por supuesto que queremos vender libros, cuántos más mejor. Pero la biblioteca, mejor dicho, las bibliotecas, son un proyecto que tenemos en mente hace mucho tiempo. Queremos acercar nuestros libros a los niños, y creemos que aquellos que más necesitan la compañía y el estímulo de imaginación que da un libro son los niños de los hospitales infantiles. Por eso queremos abrir una serie de pequeñas bibliotecas con nuestras colecciones en algunos de estos hospitales. Estoy reuniéndome con los directores de varios centros y si todo sigue así, a finales de año podremos empezar a realizar las primeras donaciones.

Vanesa le miraba como si hubiera encontrado al hombre de su vida. Se preguntaba qué clase de conspiración astral había tenido lugar para haber encontrado a una persona tan interesante, apasionada y atractiva en un lugar impersonal y circunstancial como la barra del bar de aquel hotel. Hugo seguía hablando de fechas, proyectos, de qué géneros tenían mejores capacidades terapéuticas. Incluso llegó a decir que tenían planeado publicar una serie de una enfermera adolescente con dotes detectivescas que resolvía casos por los pasillos del hospital, con la ayuda de un grupo de niños pacientes con ganas de aventuras. El nivel de cinismo de Hugo era súblime, digno de las grandes actuaciones del cine universal. Se metía tanto en su papel, que hasta llegaba a emocionarse cuando contaba como aquella enfermera lucharía contra los malvados “celadores-rapta-niños”, poniendo un tono de misterio cuasi burlón e íntimo que terminó por romper las defensas de Vanesa.

Tres rondas más y Vanesa terminó susurrando al oído de Hugo que podían tomarse la última en su habitación. Dentro del ascensor comenzaron a devorarse a besos, como náufragos que prueban el agua dulce tras días de sequía en altamar. Sus labios eran la viva expresión del deseo sin vistas a ser saciado. Sus manos se exploraban mutuamente, ansiosas de descubrir qué era lo que había más allá de cada centímetro de su piel. Y sus respiraciones, desobedientemente arrítmicas, comenzaban a sincronizarse a ritmo de los latidos ansiosos de su corazón. Para cuando llegaron a la habitación estaban prácticamente desnudos, con sus cuerpos enroscados en un vórtice fundido a base de deseo y calor.

Hicieron el amor sin amor, porque en aquel acto no había cabida para los sentimientos secundarios, únicamente para los estímulos nativos como la lujuria  y la ambición por poseer el cuerpo del otro. Era puro instinto. Placer condensando en dos cuerpos que compensaban su falta de conocimiento el uno del otro con la sed de sacar del opuesto el mayor gozo posible. Y finalmente, aquella danza salvaje de dos amantes que no se aman, pero que se desean, culminó en un torrente de éxtasis simultaneo que sabía a alivio y a victoria. Y tras el incendio en el paraíso, llegó el reposo sobre las cenizas.
Aquellos dos cuerpos, aún sudorosos y extasiados, yacían uno junto al otro en silencio, sintiendo mutuamente como sus ritmos cardiacos luchaban por volver a su velocidad de crucero. Las gotas de sudor, fluyendo revoltosas entre aquellos dos cuerpos que aún sufrían algún espasmo, vulnerables al contacto de cada caricia que furtivamente producían aquellas manos. Dos vientres a escasos centímetros, temerosos de quedarse huérfanos tras haber estado unidos. Y dos caras, brillantes de complacencia, mirándose joviales  en la penumbra de la oscuridad. Hugo y Vanesa sonreían sin saber realmente porque lo estaba haciendo, y eso les producía que rieran aún más. Era un momento que era casi hipnotizante, pero que era inevitablemente efímero. Y ambos lo sabían.

Hugo había cumplido sus objetivos con éxito. Había llegado hasta donde quería llegar. Estaba satisfecho consigo mismo y, por lo que podía comprobar, Vanesa también lo estaba. Ahora solo quedaba dar una salida digna a aquella actuación, como el mago que desaparece del escenario en el último número, provocando que el auditorio acabe aplaudiendo en pie. Hugo cerró los ojos un momento y preparó mentalmente su discurso. Las palabras debían estar perfectamente ordenadas. Primero agradecería a Vanesa el haberle hecho sentir especial con su compañía. Seguidamente se disculparía, sin sentimentalismo, sino de manera firme. Por último, expondría brevemente el motivo de por qué no podía seguir el resto de la noche con ella. Le diría que tendría que madrugar para coger un vuelo para intentar cerrar un acuerdo para una nueva biblioteca infantil. Le diría alguna otra mentira sobre el poder de la lectura en la cura de enfermedades y saldría disparado de aquella habitación poniendo fin a su farsa. Sin tiempo a intercambiarse teléfonos, ni e-mails ni, en definitiva, ningún rastro que pudiera conllevar compromiso.

Hugo aceptó para sí el guión que acaba de esbozar en su cabeza, tomó aire y se dispuso a hablar.

-       Hugo no te puedes quedar más tiempo.- Dijo Vanesa de manera repentina. La expresión de Hugo cambió radicalmente. Pasó en un instante de la completa seguridad al aturdimiento.
-       ¿Cómo dices? – Dijo articulando con dificultad las palabras
-       Lo siento. Me lo he pasado genial contigo esta noche, he disfrutado mucho contigo, pero no puedes seguir en mi habitación. Debes irte.

El tono de Vanesa sonaba autoritario, muy lejos de la dulzura que había mostrado las horas previas. Hugo estaba totalmente desconcertado. No sabía como encajar aquel golpe.

-       Pero, ¿estás segura?. – dijo Hugo en un tímido intento de recomponer aquella situación
-       Completamente. Mira, mañana tengo que madrugar. Te he dicho antes de pasada que periodista. Pues bien, mañana voy a cubrir los conflictos por el control de los acuíferos al sur de Sudán. Estoy en esta ciudad haciendo escala antes de partir. Voy a estar al menos 6 semanas fuera.

Por primera vez en su vida, las tornas habían cambiado. Hugo se sentía usado, sucio, casi se podría decir que maltratado. El sabor del engaño es aún más amargo cuando lo tiene que probar el propio impostor. Hugo parecía comenzar a comprender la situación pero no acababa de tener una imagen de lo que estaba ocurriendo en su cabeza. Mientras se estaba poniendo de nuevo la ropa comenzó a vislumbrarlo: quizá no era él el embaucador, quizá había sido Vanesa la que sólo buscaba un lío de una noche y se había dejado cortejar por el primero que entrase en su órbita. Quizá Vanesa también tuviera una estrategia perfectamente marcada, dejarse hacer, escuchar, permitir que todo el trabajo lo hiciera el contrario. Y una vez conseguido su deseo echarle sin contemplaciones de su espacio. Hugo estaba profundamente dolido, sobre todo porque había sido herido con sus propias armas. Vanesa, la atractiva pero tímida mujer de al otro lado de la barra, sólo buscaba un polvo de buenas noches antes de adentrarse seis semanas en aquel lugar dejado de la mano de Dios, estuviera donde estuviese.

Hugo la miró en la oscuridad. Vanesa había dejado de prestarle atención. Había cogido el móvil y estaba revisando sus mensajes. De repente, Hugo por primera vez en su vida sintió que flaqueaba. Tal vez fuera porque aquella mujer le había vencido en su terreno o porque de verdad había comenzado a sentir algo por ella. No lo tenía muy claro, pero sabía que no tenía tiempo para averiguarlo. Sólo sabía que necesitaba más de ella.

-       Vanesa .- Dijo Hugo con un tono de voz que había perdido definitivamente toda confianza en sí mismo. - ¿Podemos volver a vernos?. Me refiero a cuando vuelvas. ¿Puedo volver a ponerme en contacto contigo?.

Vanesa le miró como una madre que mira a su hijo al pedir perdón después de una travesura. Su mirada era una mezcla de ternura y de intransigencia. Hugo se dio cuenta al instante, y eso le hizo sentirse aún más hundido.
           
-       Hugo, cariño, no lo compliques más. Voy a estar un mes y medio sin apenas contacto con el mundo exterior. ¿Quién sabe qué pasará en ese tiempo?. Es mejor que nos quedemos con el recuerdo.- Y haciéndose un vestido improvisado con la sábana, se acercó hasta él. Le dio un beso en la mejilla y finalizó aquella noche con una frase que a Hugo se le quedó cincelada en su gélido corazón . – Trata de considerarme un recuerdo.

Hugo se dio la vuelta con el gesto totalmente derruido y salió de la habitación. Se quedó unos segundos apoyado en la pared del aséptico pasillo de aquel hotel, pensando en la cantidad de veces que el había despachado a otras tantas mujeres de manera similar, e imaginándose si todas ellas se habrían sentido igual a como él se sentía en ese instante. Cabizbajo y alicaído, Hugo regreso a su habitación y a duras penas consiguió dormir unas pocas horas.

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Totalmente fatigado y sin aún poder olvidar el mal trago de la noche anterior. Hugo entró en el avión y con la mirada buscó su asiento. Le habían asignado el 12C, asiento de pasillo. En otras circunstancias habría intentado cambiarlo, le gustaba viajar en ventanilla, pero en aquel momento el hastío y la frustración que sentía hacía que todo le diera igual. Sólo quería llegar cuanto antes a su destino, darse un baño caliente y llamar a su familia. Hacía mucho tiempo que no hablaba con sus padres y, por alguna razón relacionada con la noche pasada, sentía unas ganas inmensas de hablar con su madre. Pensó por un momento en intentar seducir a alguna mujer, pero deshecho rápidamente la idea. Iba a dejar por algún tiempo las conquistas nocturnas y plantearse seriamente si seguía mereciendo la pena seguir con ellas.

La cabeza de Hugo iba a estallar. Demasiadas emociones trataban de tener prioridad de atención y se estaba produciendo un pequeño atasco en su mente. Cerró los ojos un momento y trató de relajarse. De repente tuvo una maravillosa idea. Abrió el compartimento superior y sacó de su maletín una de las horrorosas novelas que trataba de vender por medio mundo. Leyó el título “La Campana de Abeerden”. “Perfecto”, pensó para sí mismo, el título no podía ser más desesperanzador y lo que necesitaba en ese momento era tener la cabeza ocupada en cualquier cosa menos en sus propios pensamientos. Dio la vuelta al libro y echó un ojo a la contraportada.

            La vida del viejo capitán McArthur no había vuelto a ser la misma desde que perdió a parte de su tripulación en el mar. La culpa había sido del desconocido pero ssanguinario calamar gigante, el último monstruo de las profundidades. Cinco años después, el capitán McArthur y su nueva tripulación se embarcan en La Campana de Aberdeen, un barco construido con una única intención: dar caza al despiadado calamar gigante en una aventura sin parangón en la historia del Mar del Norte.

Hugo no podía cree que alguien hubiera sido capaz de escribir semejante bazofia y que, aún peor, alguien en su empresa hubiera dado el visto bueno para publicarla. En todo caso, daba igual. Necesitaba reducir sus ondas cerebrales y el despiadado calamar gigante iba a ser el remedio perfecto.

Hugo se disponía a leer la primera frase cuando la voz del sobrecargo avisó a los pasajeros que se abrochasen los cinturones mientras el avión se encontraba en pista. Hugo resopló e intentó comenzar el libro que tenía entre manos. Una azafata se acercó a llamarle la atención.

-       Señor, le recuerdo que tiene que abrocharse el cinturón, ¿Señor?

Aquella palabra,  recuerdo penetró en los oídos de Hugo como un cuchillo ardiendo. Recuerdo. Con más terror que intriga, Hugo levantó lentamente su cabeza. Siguió en dirección ascendente aquel contorno humano sospechosamente familiar con uniforme de auxiliar de vuelo mientras su corazón comenzaba a latir como si quisiera escapar de su pecho. Obedeciendo una fuerza invisible, Hugo alzó su cuello y plantó sus ojos en los de aquella azafata que le miraba igualmente horrorizada. Sus sospechas iniciales se habían cumplido y su gesto no podía estar más desencajado. La azafata le siguió mirando con pánico unos segundos y siguió el recorrido del pasillo sin pronunciar una palabra. Hugo se quedó unos momentos en blanco y, tragando saliva volvió la vista a su libro. Comenzó a leer el primer párrafo.

            El capitán McArthur soñaba con el calamar gigante en las frías noches de invierno y en las no tan frías noches de verano. Soñaba a todas horas con darle muerte, sin saber que su destino final era el de convertirse en el cazador cazado…


FIN.

                                                                                                             Sucre. Junio de 2013