Dedicado a ti, por animarme constantemente a
que siga escribiendo
Se
rascaba la densa barba oscura, perfectamente arreglada. Era un gesto que le
acompañaba desde la pubertad. Un gesto automatizado que le relajaba en los
momentos en que su corazón comenzaba a acelerarse. Y aquel era uno de esos
momentos. Intentó aplacar su incipiente nerviosismo con un sorbo a su vodka con
Sprite, corto de vodka, que llevó a
los labios con lentitud pero con gran firmeza. Con la espalda completamente
erguida, queriendo dar una imagen segura y varonil, Hugo dejó su copa sobre la
barra y la miró por primera vez. Había entrado en aquel pub hacía ya quince minutos pero Hugo únicamente la había visto de
soslayo. Era una maniobra perfectamente calculada, medida con la precisión que
otorga la experiencia. Ella, por el contrario, había reparado en él nada más
entrar. Se había fijado en su pelo rizado, engominado hacia atrás, que dejaba
protagonismo a una cara de rasgos bien marcados, propios de un noble italiano
o, tal vez, de un exitoso hombre de negocios de algún lugar del norte. Una
cara, mediterráneamente bronceada. Rugosa pero cuidada, dando la sensación de
ser la de un hombre que ha conocido el lado agrio de la vida y que ha sido
capaz de regresar de él triunfando. La
ropa que vestía reforzaba aquella idea. Un elegante traje gris oscuro combinado
con una fina camisa blanca, abierta por el cuello, en el gesto inequívoco de
quien se quita la corbata tras una dura jornada de trabajo y baja al bar del
hotel a tomarse un par de copas a modo de armisticio. ¿Viaje de negocios?,
¿fusión de empresas?, o lo que empezaba
a excitar más aún a Vanesa en aquel momento, ¿compra y venta de obras de arte?.
Vanesa
removía su Dry Martini en aquel momento, cuando aquellos ojos oscuros se
clavaron en los suyos sin pedirle permiso. La conexión fue instantánea, eléctrica.
Hugo era consciente del poder de su mirada. Una maniobra tan repetida como
infalible, cargada de seguridad. Era la mirada del cazador furtivo mirando con
respeto a su presa, pero con el convencimiento de que en el juego del statu quo acababa de ponerse con
ventaja. Vanesa recibió el golpe como el del boxeador soberbio que encaja el
primer derechazo del combate. Primero, la descolocó aquella firmeza osada.
Seguidamente, dejó que el poder de aquellas pupilas le embriagase, como el
aroma del bourbon y del jazz en las primeras noches de verano.
Quizá
pasasen unos pocos segundos, quizá no fuese más que un mero instante, pero
aquella situación fue, para ambos, una verdadera conversación sordomuda de
miradas. A Hugo le seguía bombeando el corazón con intensidad, pero el hecho de
saber que había conseguido provocar el efecto deseado en aquella mujer le
cargaba de coraje. Seguía manteniendo su mirada en aquellos ojos verdes
translucidos, que comenzaban a iluminarse en la nebulosidad del pub. La señal perfecta, pensó Hugo, para
rematar aquel primer embate. Y sin dejar de mirarla, esbozó un media sonrisa
cómplice de aprobación antes de volver la atención a su copa.
A
Vanesa, aquella sonrisa le acabó de hechizar. Se había dejado llevar y ni
siquiera sabía cómo había pasado. Estaba complacida con aquella situación,
disfrutando con la expectación nerviosa de una adolescente. De repente, sintió
un pequeño ataque de nerviosismo. Intentado no exteriorizar inseguridad,
comenzó a hacer un rápido repaso mental. Había sido un día largo de trabajo y
en sus planes no estaban la interacción con ningún hombre. Hizo un chequeo
mental de su aspecto: el pelo lo llevaba bien arreglado, se había mirado en el
retrovisor del taxi al regresar al hotel; el maquillaje estaba perfecto, tal
vez poco atenuado, pero la iluminación del pub
era indirecta y eso ayudaba a realzar sus rasgos. La ropa era adecuada,
formal pero con un toque sensual, ensalzando adecuadamente el contorno de su
figura. Había sentido la mirada indiscreta del camarero al entrar y eso era un
claro indicio de que tenía un aspecto atractivo. Sin duda, un verdadero
aliciente en aquella situación, en la que la seguridad en los propios actos
eran las pistolas elegidas en aquel duelo.
Hugo
mientras tanto estaba contando mentalmente hasta noventa. El juego de la
seducción era, en su opinión, como la alta repostería. Todo llevaba un tiempo,
una cantidad, un reposo. Los pasos a seguir estaba preestablecidos, y había que
cumplir con el guión de uno mismo. Setenta y uno… setenta y dos
, Hugo se preguntaba qué
estaba pasando por la cabeza de aquella mujer. Con todo, no había tiempo para
especulaciones. Ochenta y cuatro… ochenta y cinco. Quedaba sólo el tiempo justo
para preparar el siguiente paso. Delicadamente, Hugo estiró su brazo izquierdo,
dejando que la manga de su traje dejara al descubierto un elegante reloj suizo
con correa de cuero. Lo miró con paciencia y puso un gesto contrariado,
totalmente impostado, poniendo énfasis en que ella lo advirtiese.
Así
lo hizo. Le miraba con curiosidad a escaso metros, preguntándose qué le pasaría
a aquel reloj de alto diseño. Entonces, él le volvió a mirar con aquellos ojos
llenos de fuerza, haciéndola sentir como si fuera su única esperanza, como si
fuera realmente valiosa.
-
Disculpa que te moleste. – Dijo Hugo en un tono
que para nada sonaba a disculpa, sino a autentica determinación masculina. – He
cambiado tantas veces de huso horario esta semana que ya no sé ni en que
momento vivo. Miraría la hora en el móvil pero lo tengo cargando en la
habitación. ¿Podrías decirme que hora es en esta parte del mundo, por favor?. –
Y dejó lucir una sonrisa canalla, una de esas que dicen “¡oye!, yo no he
elegido tener una vida tan interesante”.
A
Vanesa casi se le cae el bolso al ir a coger su Iphone para mirar la hora.
Estaba presa de sus encantos, totalmente a merced de aquellos ojos que aliñaban
una voz sedosa y penetrante. Llegó por un momento incluso a sentirse halagada
de ser a ella a quien acudiese en busca de ayuda, y no de cualquiera de las
otras personas de aquel pub en la
planta baja del hotel.
Hugo
disfrutaba de la escena como el niño que se relame a la puerta de su cocina
mientras su madre prepara una tarta para el postre de la cena. Estaba tan
sumido en lo bien que estaba yendo la situación que apenas prestó atención
cuando Vanesa le indicó que eran las once y diez de la noche. Realmente le
importaba poco la respuesta. Su reloj tenía la hora perfectamente actualizada,
la cambiaba nada más ponía un pie en el aeropuerto de su destino.
En
el argot del fútbol, lo que Hugo estaba haciendo en aquel momento era jugar en
la línea de los tres cuartos. Muy sutilmente, había conseguido traspasar la
invisible frontera de lo políticamente correcto en las relaciones sociales,
hallándose en una posición envidiable, a escasos centímetros de Vanesa y con la
iniciativa en sus manos de continuar aquella no tan improvisada conversación.
-
Te lo agradezco, hay un momento en el que los
hoteles, los aviones y las salas de espera vuelven a uno loco. Si no fuera por
que disfruto tanto con mi trabajo… - Hugo dejó la frase en suspenso. Acababa de
presentar el cebo y sólo había que esperar a que ella lo mordiese sin pensar en
el anzuelo que había escondido debajo.
-
¿A qué te dedicas? – Preguntó ella casi al
instante, sin poder ocultar la enorme curiosidad que la invadía en aquel
momento. Hugo comenzó a enrollar el carrete.
-
Soy editor de libros. De toda clase la verdad.
Mi empresa publica novelas, poesía y cuentos infantiles. De hecho son estos
últimos los que me están llevando de un lado para otro. – Hugo dejó nuevamente la frase a medias.
Estaba llevando a Vanesa a su terreno y lo sabía. Ella parecía no darse cuenta
y seguía su juego sin percatarse.
-
¿Cómo es eso?. ¿Por qué los libros infantiles?.
Ese
era el pistoletazo de salida para la perfectamente programada coreografía de
mentiras de Hugo. A pesar de ser un hombre altamente atractivo, educado y
cautivador, Hugo no había conseguido prosperar en su trabajo. Lleno de ideas,
de ambición y de energía, una serie de malas decisiones habían puesto freno a
lo que hacía años parecía una carrera destinada al éxito. Esa mala decisión
había sido la fidelidad. Hugo no era editor de libros, solamente los
distribuía. Ni siquiera distribuía obras de alta calidad. Su campo era el de
las novelas baratas, ramplonas, con argumentos únicamente capaces de atraer
alguna cincuentona aburrida cuyo mayor reto intelectual eran los crucigramas. Esos
típicos libros que se encuentran permanentemente en oferta en las estanterías
de las librerías de los aeropuertos. Menos de 5 euros por 300 páginas. El
precio no estaba mal, sino fuera por el hecho de que lo más valioso en aquellos
libros era la tinta con la que estaban impresos.
Hugo,
antes de comenzar a narrar su ficticia vida llena de logros no podía evitar
pensar algunos segundos en la verdadera vida que ocultaba tras aquellas
mentiras. Tuvo la oportunidad de ser editor. La tuvo al alcance de la mano. Una
buena empresa con proyección internacional que acababa de entrar en el mercado
internacional. Buscaban gente joven, con hambre, y Hugo estaba hambriento.
Tenía la formación, las cualidades y unos pocos años de experiencia como
distribuidor de libros de tercera categoría en la empresa de uno de sus mejores
amigos. Era la oportunidad perfecta para comenzar a despegar. Superó el proceso
de selección con relativa facilidad. Su aspecto de triunfador y su don de
gentes le fueron de gran ayuda. Estaba leyendo el mail que le informaba que
había sido escogido para formar parte de aquella empresa cuando entró su amigo
hecho una furia por la puerta. De alguna manera se había enterado de las
intenciones de Hugo de abandonar la empresa. Más de dos horas duró aquella
conversación. Primero fueron gritos de furia que pronto se convirtieron en
reproches y acusaciones de traición. Por último, llegaron las súplicas. Hugo
permació en silencio la mayor parte del tiempo. Escuchaba con asombro y
resignación como su amigo le echaba en cara su ingratitud tras haberle dado su
primer trabajo. Escuchaba aquella voz rota que le decía que sin él, la empresa
perdía su alma. Que ahora más que nunca le necesitaba para que el negocio
continuara adelanta. Sin Hugo, la empresa perdía su imagen, y sin imagen,
estaban condenados al anonimato y por tanto, a la desaparición. Su amigo le
pidió unos años más de dedicación, lo necesario para seguir creciendo y
asentarse en el mercado. Una vez conseguido ese objetivo, podría marcharse a
cualquier otro lugar. Hugo le creyó, y enterrando todas sus ambiciones, planes
y proyectos, decidió no dejar de lado a su amigo, serle fiel. Y continuó en
aquel puesto de trabajo que desde ese día comenzó a odiar.
Apenas
pasaron dos años cuando su amigo tomó la decisión de vender la empresa y
empezar de cero con el dinero en Argentina. El nuevo comprador decidió mantener
en su puesto a Hugo, que cuando quiso recuperarse del shock y abandonar aquel
lugar descubrió que la crisis financiera ya no ofrecía oportunidades laborales
tan jugosas como antes. Traicionado, hundido y atado a un oficio que detestaba,
Hugo decidió que jamás sería fiel a nada ni a nadie. Y la peor parte se iban a
llevar las mujeres.
Su
trabajo le permitía viajar con frecuencia y siempre en estancias cortas. Una
parte de sus responsabilidades era acudir a las distribuidoras locales,
ofrecerles el nuevo catálogo, intentar colocar algún título nuevo y cercionarse
de que los libros estuvieran ubicados de la forma correcta en los expositores.
Era, sin duda, un trabajo obscenamente aburrido, en las antípodas de la
satisfacción personal plena. Únicamente tenía una ventaja. Podía explotar su
atractivo físico en busca de mujeres predispuestas a dejarse seducir por un
extraño. Hugo lo tenía muy claro. Sólo buscaba relaciones de una noche. Sólo
quería seguir tres pasos: charla, cortejo y sexo. Cualquier otra actividad
fuera de esas tres estaba totalmente vetada, más incluso si se producía una vez
salido el sol. Por ello, había trazado un plan perfectamente milimetrado. Hugo
daba el primer golpe de efecto. Él iniciaba el juego. Una vez que la partida
estaba en marcha, su trabajo era encandilar y seducir. Usaba las artimañas que
fuesen precisas El objetivo era hacer sentir especial a la mujer que tuviese
enfrente. Para ello contaba con multitud de ardides. Esta noche tocaba uno de
sus favoritos: el editor de libros para niños y su viaje para tratar de fundar
bibliotecas en hospitales infantiles.
-
Los libros infantiles son una de nuestras
especialidades – Dijo Hugo con voz atemperada, tras haber vuelto a la realidad
de aquel bar – Hemos llegado a tener tantos títulos que podríamos abrir una
pequeña biblioteca… de hecho eso es lo que pretendemos hacer. – Terminó la
frase dejando nuevamente la expectación, a la espera de que su interlocutora
quisiera seguir averiguando más.
-
¿Una biblioteca?, creía que el negocio de los
editores era vender libros, no prestarlos públicamente. – Vanesa se encontraba
muy cómoda en aquella situación, dejando que su boca modulase las palabras
suavemente mientras con su mano jugueteaba graciosamente con un mechón de su
pelo castaño.
Hugo
no pudo dejar de reírse ante lo ingeniosos de aquella pregunta.
-
Tienes toda la razón, debemos ser los peores
editores del mundo. - Respondió Hugo sin dejar de reírse antes de dar un nuevo
trago a su copa. – Estaba bromeando. Por supuesto que queremos vender libros,
cuántos más mejor. Pero la biblioteca, mejor dicho, las bibliotecas, son un
proyecto que tenemos en mente hace mucho tiempo. Queremos acercar nuestros
libros a los niños, y creemos que aquellos que más necesitan la compañía y el
estímulo de imaginación que da un libro son los niños de los hospitales
infantiles. Por eso queremos abrir una serie de pequeñas bibliotecas con
nuestras colecciones en algunos de estos hospitales. Estoy reuniéndome con los
directores de varios centros y si todo sigue así, a finales de año podremos
empezar a realizar las primeras donaciones.
Vanesa
le miraba como si hubiera encontrado al hombre de su vida. Se preguntaba qué
clase de conspiración astral había tenido lugar para haber encontrado a una
persona tan interesante, apasionada y atractiva en un lugar impersonal y
circunstancial como la barra del bar de aquel hotel. Hugo seguía hablando de
fechas, proyectos, de qué géneros tenían mejores capacidades terapéuticas.
Incluso llegó a decir que tenían planeado publicar una serie de una enfermera
adolescente con dotes detectivescas que resolvía casos por los pasillos del
hospital, con la ayuda de un grupo de niños pacientes con ganas de aventuras.
El nivel de cinismo de Hugo era súblime, digno de las grandes actuaciones del
cine universal. Se metía tanto en su papel, que hasta llegaba a emocionarse
cuando contaba como aquella enfermera lucharía contra los malvados “celadores-rapta-niños”,
poniendo un tono de misterio cuasi burlón e íntimo que terminó por romper las
defensas de Vanesa.
Tres
rondas más y Vanesa terminó susurrando al oído de Hugo que podían tomarse la
última en su habitación. Dentro del ascensor comenzaron a devorarse a besos,
como náufragos que prueban el agua dulce tras días de sequía en altamar. Sus
labios eran la viva expresión del deseo sin vistas a ser saciado. Sus manos se
exploraban mutuamente, ansiosas de descubrir qué era lo que había más allá de
cada centímetro de su piel. Y sus respiraciones, desobedientemente arrítmicas,
comenzaban a sincronizarse a ritmo de los latidos ansiosos de su corazón. Para
cuando llegaron a la habitación estaban prácticamente desnudos, con sus cuerpos
enroscados en un vórtice fundido a base de deseo y calor.
Hicieron
el amor sin amor, porque en aquel acto no había cabida para los sentimientos
secundarios, únicamente para los estímulos nativos como la lujuria y la ambición por poseer el cuerpo del otro.
Era puro instinto. Placer condensando en dos cuerpos que compensaban su falta
de conocimiento el uno del otro con la sed de sacar del opuesto el mayor gozo
posible. Y finalmente, aquella danza salvaje de dos amantes que no se aman,
pero que se desean, culminó en un torrente de éxtasis simultaneo que sabía a
alivio y a victoria. Y tras el incendio en el paraíso, llegó el reposo sobre
las cenizas.
Aquellos
dos cuerpos, aún sudorosos y extasiados, yacían uno junto al otro en silencio,
sintiendo mutuamente como sus ritmos cardiacos luchaban por volver a su
velocidad de crucero. Las gotas de sudor, fluyendo revoltosas entre aquellos
dos cuerpos que aún sufrían algún espasmo, vulnerables al contacto de cada
caricia que furtivamente producían aquellas manos. Dos vientres a escasos centímetros,
temerosos de quedarse huérfanos tras haber estado unidos. Y dos caras,
brillantes de complacencia, mirándose joviales
en la penumbra de la oscuridad. Hugo y Vanesa sonreían sin saber
realmente porque lo estaba haciendo, y eso les producía que rieran aún más. Era
un momento que era casi hipnotizante, pero que era inevitablemente efímero. Y
ambos lo sabían.
Hugo
había cumplido sus objetivos con éxito. Había llegado hasta donde quería
llegar. Estaba satisfecho consigo mismo y, por lo que podía comprobar, Vanesa
también lo estaba. Ahora solo quedaba dar una salida digna a aquella actuación,
como el mago que desaparece del escenario en el último número, provocando que
el auditorio acabe aplaudiendo en pie. Hugo cerró los ojos un momento y preparó
mentalmente su discurso. Las palabras debían estar perfectamente ordenadas.
Primero agradecería a Vanesa el haberle hecho sentir especial con su compañía.
Seguidamente se disculparía, sin sentimentalismo, sino de manera firme. Por
último, expondría brevemente el motivo de por qué no podía seguir el resto de
la noche con ella. Le diría que tendría que madrugar para coger un vuelo para
intentar cerrar un acuerdo para una nueva biblioteca infantil. Le diría alguna
otra mentira sobre el poder de la lectura en la cura de enfermedades y saldría
disparado de aquella habitación poniendo fin a su farsa. Sin tiempo a
intercambiarse teléfonos, ni e-mails ni, en definitiva, ningún rastro que
pudiera conllevar compromiso.
Hugo
aceptó para sí el guión que acaba de esbozar en su cabeza, tomó aire y se
dispuso a hablar.
-
Hugo no te puedes quedar más tiempo.- Dijo
Vanesa de manera repentina. La expresión de Hugo cambió radicalmente. Pasó en
un instante de la completa seguridad al aturdimiento.
-
¿Cómo dices? – Dijo articulando con dificultad
las palabras
-
Lo siento. Me lo he pasado genial contigo esta
noche, he disfrutado mucho contigo, pero no puedes seguir en mi habitación.
Debes irte.
El
tono de Vanesa sonaba autoritario, muy lejos de la dulzura que había mostrado
las horas previas. Hugo estaba totalmente desconcertado. No sabía como encajar
aquel golpe.
-
Pero, ¿estás segura?. – dijo Hugo en un tímido
intento de recomponer aquella situación
-
Completamente. Mira, mañana tengo que madrugar.
Te he dicho antes de pasada que periodista. Pues bien, mañana voy a cubrir los
conflictos por el control de los acuíferos al sur de Sudán. Estoy en esta
ciudad haciendo escala antes de partir. Voy a estar al menos 6 semanas fuera.
Por
primera vez en su vida, las tornas habían cambiado. Hugo se sentía usado,
sucio, casi se podría decir que maltratado. El sabor del engaño es aún más
amargo cuando lo tiene que probar el propio impostor. Hugo parecía comenzar a
comprender la situación pero no acababa de tener una imagen de lo que estaba
ocurriendo en su cabeza. Mientras se estaba poniendo de nuevo la ropa comenzó a
vislumbrarlo: quizá no era él el embaucador, quizá había sido Vanesa la que
sólo buscaba un lío de una noche y se había dejado cortejar por el primero que
entrase en su órbita. Quizá Vanesa también tuviera una estrategia perfectamente
marcada, dejarse hacer, escuchar, permitir que todo el trabajo lo hiciera el
contrario. Y una vez conseguido su deseo echarle sin contemplaciones de su
espacio. Hugo estaba profundamente dolido, sobre todo porque había sido herido
con sus propias armas. Vanesa, la atractiva pero tímida mujer de al otro lado
de la barra, sólo buscaba un polvo de buenas noches antes de adentrarse seis
semanas en aquel lugar dejado de la mano de Dios, estuviera donde estuviese.
Hugo
la miró en la oscuridad. Vanesa había dejado de prestarle atención. Había
cogido el móvil y estaba revisando sus mensajes. De repente, Hugo por primera
vez en su vida sintió que flaqueaba. Tal vez fuera porque aquella mujer le
había vencido en su terreno o porque de verdad había comenzado a sentir algo
por ella. No lo tenía muy claro, pero sabía que no tenía tiempo para
averiguarlo. Sólo sabía que necesitaba más de ella.
-
Vanesa .- Dijo Hugo con un tono de voz que había
perdido definitivamente toda confianza en sí mismo. - ¿Podemos volver a
vernos?. Me refiero a cuando vuelvas. ¿Puedo volver a ponerme en contacto
contigo?.
Vanesa
le miró como una madre que mira a su hijo al pedir perdón después de una
travesura. Su mirada era una mezcla de ternura y de intransigencia. Hugo se dio
cuenta al instante, y eso le hizo sentirse aún más hundido.
-
Hugo, cariño, no lo compliques más. Voy a estar
un mes y medio sin apenas contacto con el mundo exterior. ¿Quién sabe qué
pasará en ese tiempo?. Es mejor que nos quedemos con el recuerdo.- Y haciéndose
un vestido improvisado con la sábana, se acercó hasta él. Le dio un beso en la
mejilla y finalizó aquella noche con una frase que a Hugo se le quedó cincelada
en su gélido corazón . – Trata de considerarme un recuerdo.
Hugo
se dio la vuelta con el gesto totalmente derruido y salió de la habitación. Se
quedó unos segundos apoyado en la pared del aséptico pasillo de aquel hotel,
pensando en la cantidad de veces que el había despachado a otras tantas mujeres
de manera similar, e imaginándose si todas ellas se habrían sentido igual a
como él se sentía en ese instante. Cabizbajo y alicaído, Hugo regreso a su
habitación y a duras penas consiguió dormir unas pocas horas.
---
Totalmente
fatigado y sin aún poder olvidar el mal trago de la noche anterior. Hugo entró
en el avión y con la mirada buscó su asiento. Le habían asignado el 12C,
asiento de pasillo. En otras circunstancias habría intentado cambiarlo, le
gustaba viajar en ventanilla, pero en aquel momento el hastío y la frustración
que sentía hacía que todo le diera igual. Sólo quería llegar cuanto antes a su
destino, darse un baño caliente y llamar a su familia. Hacía mucho tiempo que
no hablaba con sus padres y, por alguna razón relacionada con la noche pasada,
sentía unas ganas inmensas de hablar con su madre. Pensó por un momento en
intentar seducir a alguna mujer, pero deshecho rápidamente la idea. Iba a dejar
por algún tiempo las conquistas nocturnas y plantearse seriamente si seguía
mereciendo la pena seguir con ellas.
La
cabeza de Hugo iba a estallar. Demasiadas emociones trataban de tener prioridad
de atención y se estaba produciendo un pequeño atasco en su mente. Cerró los
ojos un momento y trató de relajarse. De repente tuvo una maravillosa idea.
Abrió el compartimento superior y sacó de su maletín una de las horrorosas
novelas que trataba de vender por medio mundo. Leyó el título “La Campana de
Abeerden”. “Perfecto”, pensó para sí mismo, el título no podía ser más
desesperanzador y lo que necesitaba en ese momento era tener la cabeza ocupada
en cualquier cosa menos en sus propios pensamientos. Dio la vuelta al libro y
echó un ojo a la contraportada.
La
vida del viejo capitán McArthur no había vuelto a ser la misma desde que perdió
a parte de su tripulación en el mar. La culpa había sido del desconocido pero
ssanguinario calamar gigante, el último monstruo de las profundidades. Cinco
años después, el capitán McArthur y su nueva tripulación se embarcan en La
Campana de Aberdeen, un barco construido
con una única intención: dar caza al despiadado calamar gigante en una aventura
sin parangón en la historia del Mar del Norte.
Hugo
no podía cree que alguien hubiera sido capaz de escribir semejante bazofia y
que, aún peor, alguien en su empresa hubiera dado el visto bueno para
publicarla. En todo caso, daba igual. Necesitaba reducir sus ondas cerebrales y
el despiadado calamar gigante iba a ser el remedio perfecto.
Hugo
se disponía a leer la primera frase cuando la voz del sobrecargo avisó a los
pasajeros que se abrochasen los cinturones mientras el avión se encontraba en
pista. Hugo resopló e intentó comenzar el libro que tenía entre manos. Una
azafata se acercó a llamarle la atención.
-
Señor, le recuerdo que tiene que abrocharse el
cinturón, ¿Señor?
Aquella
palabra, recuerdo penetró en los oídos de Hugo como un cuchillo ardiendo. Recuerdo. Con más terror que intriga,
Hugo levantó lentamente su cabeza. Siguió en dirección ascendente aquel
contorno humano sospechosamente familiar con uniforme de auxiliar de vuelo mientras
su corazón comenzaba a latir como si quisiera escapar de su pecho. Obedeciendo
una fuerza invisible, Hugo alzó su cuello y plantó sus ojos en los de aquella
azafata que le miraba igualmente horrorizada. Sus sospechas iniciales se habían
cumplido y su gesto no podía estar más desencajado. La azafata le siguió
mirando con pánico unos segundos y siguió el recorrido del pasillo sin
pronunciar una palabra. Hugo se quedó unos momentos en blanco y, tragando
saliva volvió la vista a su libro. Comenzó a leer el primer párrafo.
El capitán McArthur soñaba con el calamar
gigante en las frías noches de invierno y en las no tan frías noches de verano.
Soñaba a todas horas con darle muerte, sin saber que su destino final era el de
convertirse en el cazador cazado…
FIN.
Sucre. Junio de 2013