El sonido grave de las gotas de lluvia cayendo sobre el plástico rompía la aburrida monotomía de la tarde. El pequeño refugio construido a base de tela de camuflaje y chubasqueros parecía resistir los embistes de la lluvia, que por tercer día consecutivo caía sobre Sarajevo. Tres largos y penosos días en los que Rodrigo Escudero había tenido que permanecer en su puesto de vigilancia en las colinas que se extendían detrás del cementerio musulmán, en la parte noreste de la ciudad. Desde su posición, Rodrigo tenía una vista periférica que dominaba gran parte de la ciudad. Podía ver las tumbas blancas, dispuestas desordenadamente, como copos caídos durante las primeras nieves. Podía ver igualmente el rio Miljacka entrando en la parte vieja de la ciudad y las azoteas de los edificios de los barrios del área de Titova. Eran edificios majestuosos, elegantes, hijos del neoclasicismo francés de finales del siglo XIX. Hubiera sido una postal preciosa de no ser porque la mayoría de aquellas fachadas estaban, en el mejor de los casos, asoladas por los agujeros de las balas, en el peor de los casos estaban derruidas, como gigantes heridos en medio de la batalla. Durante las tres noches que había pasado atrincherado en aquella posición, Rodrigo había pasado las horas contemplando como los edificios se incendiaban al recibir en impacto de los obuses, y como la fuerte lluvia apagaba las llamas en cuestión de minutos. Era, en su opinión, un vals macabro de luces y sombras que, aleatoriamente, aparecían ante sus agotadas retinas. Rodrigo sabía, que cada explosión iba a ser un recuerdo grabado a fuego en su memoria. Que cada fulgor en medio de aquella oscuridad aprisionada entre montañas no iba a desaparecer de su mente jamás.
Rodrigo era un espectador pasivo de aquella lucha entre ejércitos invisibles, cuyas únicas víctimas eran lo que antaño, había sido el orgullo y la gloria de los mismos hombres que estaban derruyendo su propia obra. Por primera vez desde que era soldado, Rodrigo se dio cuenta de lo absurdamente incomprensible de todo aquello. De cómo el ser humano, que había sido capaz de unir sus fuerzas y sus manos para levantar aquella majestuosa ciudad, la estaba usando como escudo ante los ataques de sus congéneres. Era, sin lugar a dudas, el invierno de la raza humana.
Lo más absurdo de todo aquello, pensaba Rodrigo, es que ni siquiera aquella guerra era la suya. Él estaba allí porque a algunas de las cabezas pensantes de la OTAN les había parecido oportuno colocar a observadores sobre el terreno. Observar, pensó Rodrigo. Para él no había mayor tortura. Quedarse quieto, vigilar, informar, no disparar sino le disparaban primero, aguardar y contemplar como el mundo se derrumbaba ante sus ojos mientras un aluvión de ideas y sentimientos invadía su mente, como el torrente del agua que va a parar directamente al mar y al contacto con la sal se pierde para siempre en un gran océano. Sus ideas, sus sentimientos, jamás iban a salir de aquella trinchera cubierta por chubasqueros verdes y tela de camuflaje y lo más frustrante de todo es que él lo sabía.
Aquella tarde, Rodrigo pensó seriamente en desertar. Pensó que ya no valía la pena seguir no luchando por una casa que no comprendía. Lo único que le retenía en aquel lugar era Diana. Desde aquel permiso en el Hotel Herzegovina, Diana se había convertido en el único motivo para seguir sujetando un arma entre sus brazos. Rodrigo no quería disparar, ni matar, ni siquiera herir al enemigo. Rodrigo quería sobrevivir para poder volver a los finos brazos de aquella mujer. Era su "ser de luz", su verdadero estímulo para seguir adelante. Por eso, cada vez que oía un ruido, un crujir de ramas en las cercanías de su escondite, Rodrigo agarraba su fusil como quien protege un tesoro, sabedor de que aquel invento macabro de la humanidad era su único valuarte para seguir vivo y poder volver a ver a Diana. Esos tres kilos de metal y plástico, relleno de pólvora en pequeñas cápsulas, era su salvavidas. Y eso, a Rodrigo, le revolvía las tripas
Rodrigo podía ver como la mayor parte de la ciudad se consumía entre el polvo y las cenizas provocadas por la artillería Serbia y sin embargo se sentía seguro. Eso era porque sabía que Diana se encontraba en el distrito de Petrovici, en la región este, justo a las espaldas de su posición. Mientras las bombas cayeran en el centro de la ciudad, delante de su campo visual, no había peligro alguno para Diana. Rodrigo se preguntaba qué estaría haciendo. Seguramente estuviera en el sótano de la casa de su hermano, leyendo algún cuento a sus sobrinos o ayudándoles con los deberes. Tal vez estuviera cocinando algún guiso de los que le dio a probar cuando le llevó aquella noche a casa de sus padres, o estuviera pensando en él, jugando entre los dedos con el Carnet de Conducir que Rodrigo le dio para que tuviera una foto suya.
Rodrigo estaba tan ensimismado en sus pensamientos, acurrucado en su pequeña trinchera, que cuando oyó aquella explosión, procedente de un lugar poco habitual, su corazón casi se sale de su pecho. Rodrigo se reincorporó de un salto y agarró con fuerza su fusil. Retiró el fleco de la tela de camuflaje y por la pequeña abertura escrutó la ciudad ante sus ojos. Sus temores iniciales se hicieron más fuertes cuando descubrió que la bomba no había caído donde lo llevaba haciendo toda la semana. Con la respiración entrecortada, Rodrigo repasó con la mirada rápidamente cada edificio, cada plaza, cada calle, pero no había rastro de humo. El corazón le bombeaba a una velocidad de vértigo, expulsando adrenalina a cada rincón de su cuerpo. Rodrigo repasaba cada rincón de aquella ciudad que comenzaba a desaparecer, engullida por la oscuridad del ocaso. Pero no había nada, todo estaba tranquilo, inmutable. Una nueva explosión hizo que Rodrigo soltara un grito de espanto. Esta vez no había duda, estaban bombardeando alguna posición a sus espaldas.
Diana, por dios, Diana, pensó Rodrigo con una voz que sonaba asustadiza y entrecortada en su cabeza.
Sin pensarlo, Rodrigo cogió su radio de campaña y la encendió. Sabía que estaba violando varias normas, ya que no debía encenderla nada más que a las 10 de la noche para pasar el informe diario y en casos de extrema emergencia, pero le daba igual. Buscó el canal que le habían asignado y habló con apresuradamente, casi gritando.
- Mando, aquí Escudero, posición Alfa Tango 665, ¿me reciben?.
El silencio que provocaban las interferencias de la radio puso aún más frenético a Rodrigo.
- Mando - repitió aún más fuerte - ¡Me reciben!
- Aquí Mando, le recibimos, ¿Ocurre algo?
- Las bombas, ¿Donde coño están cayendo las bombas? - Tenía el auricular cogido con las dos manos y literalmente estaba de rodillas gritando hacia él.
- Rodrigo cálmate - reconoció la voz, era Padilla, el soldado a cargo de las comunicaciones, había hecho la instrucción con Rodrigo y se habían reencontrado en Bosnia. Eran viejos amigos. - Déjame que miré. - se produjo una pausa de varios segundos que se le hicieron eternos. - Vale, aquí tengo los datos de las explosiones, ¡Vaya! estos cabrones de los serbios están moviendo su artillería... Dejame comprobarlo de nuevo... Rodrigo no tienes porque ponerte histérico, tu posición no debería estar en la línea de tiro, estás a salvo
- Joder Padilla, ¡eso me da igual!, dime donde cojones están cayendo las bombas- una nueva explosión hizo enmudecer a Rodrigo un segundo, el tono pasó de ser agresivo a convertirse en un súplica. - Por favor, dime qué distritos están bombardeando
- Espera - La voz de Padilla sonaba tierna, como la de una madre que consuela a un hijo. - Según los datos que tengo están atacando las zonas de Novo Sarajevo, Hendek... y Petrovici.
La voz de Padilla seguía dando datos desde el otro lado de la radio pero Rodrigo ya no le escuchaba. Su mente había bloqueado cualquier estímulo del exterior. Estaba pensando en Diana, pero ya no en escenas tiernas y domésticas, sino en Diana aterrada, abrazando a alguno de sus sobrinos entre sus brazos, en el oscuro sótano de la casa de su hermano. Desde la radio, Padilla le estaba haciendo algún tipo de pregunta pero Rodrigo estiró la mano lentamente y apagó el interruptor. El silencio volvió a invadir el refugio. Era un silencio expectante, de los que se hacen más intensos cuando sabes que un ruido fuerte es inminente. Y la cuarta bomba llegó, esta vez como el rugir de cien tempestades juntas o eso le pareció a Rodrigo.
El sudor frió le caía chorretones por las sienes y las manos le comenzaban a doler de tener durante tanto tiempo los puños cerrados. Rodrigo sabía que no podía abandonar su posición hasta que no recibiera ordenes que se lo permitieran. Rodrigo sabía que abandonar aquel refugio suponía desobedecer al Mando y ser sometido a un juicio militar. Rodrigo sabía todo eso pero aún así no dejaba de mirar la puerta que daba acceso al exterior. Rodrigo cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir inyectados en sangre. Cogió aire con fuerza y... antes de que se pusiera el sol sobre Sarajevo, retumbó sobre el valle la quinta explosión
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