miércoles, 28 de noviembre de 2012

El Blues de la Calle Dohany

El termómetro que días atrás había puesto en el alfeizar de mi ventana marcaba -8ºC, -9 cuando el mercurio retumbaba al paso del trolubús que paraba bajo mi ventana. Budapest llevaba nevado tres días y la ciudad parecía que había retrocedido a otro tiempo. Yo llevaba tres días sin salir de casa, nada más que por las noches para refugiarme en los bares de los sótanos de la Calle Baross, a dos paradas de tranvía de mi casa. Los días, los pasaba entre una mezcla de añoranza y tranquilidad, alimentándome a base de pasta, café, cerveza e ibuprofeno. Solía acurrucarme en mi cama, guardando mis manos dentro de mi forro polar rojo y cubierto con una manta, mirando cómo la vida húngara transcurría al otro lado de la ventana. Era mágico a la vez que desconcertante. Yo me encontraba allí, escuchando canciones de Oasis y de Yann Tiersen, con una tazá de café caliente en mi mano, viendo como se desarrollaba una vida que debía estar viviendo ajena a mí pero a la vez tan cercana. Tan sólo a unos metros estaba aquella gente, con su idioma ininteligible, sus costumbres, sus risas por gracias que jamás llegaría a entender. Estaban allí a tan solo unos metros esperando el trolebús pero parecían como a mil kilómetros de distancia, como si estuvieran en una pantalla de televisión. Me había creado un cálido mundo y confortable, lleno de música, cerveza y cafeina que tan sólo se difuminaba cuando observaba la temperatura en el termómetro al otro lado del cristal. 

Al tercer día, marcaba -12ºC. Nunca jamás había estado en un lugar tan frío, y tenía que experimentarlo. Ese día, me di una buena ducha por la mañana, mientras cantaba una canción de Los Planetas. Me sequé bien el pelo y me vestí. Bajo los vaqueros me puse unas mallas, no quería quemarme la piel fría al roce de la tela vaquera. Me puse  una camiseta térmica, el forro polar, un jersey y mi abrigo. Cogí una bufanda, un gorro de lana y unos guantes y salí a la calle. Al cruzar el umbral del portal, el frío me golpeó el poco espacio descubierto de mi cara, como si la realidad tuviera manos de hielo. Ya era uno más de ellos. Caminé a lo largo de mi calle, Dohany Utca, hasta su inicio. Allí se encuentra la Sinagoga de Budadest. Vi a un par de niños judíos jugando con la nieve, les miré con una ternura distante y seguí caminando. Llegué a la zona turística de las calles a las orillas del río Danubio. El ajetreo era constante. Hordas de turistas se resguardaban del frío entrando de tienda en tienda. El murmullo era generalizado y una nube formada por los alientos humanos se iba renovando constantemente a pocos metros de las personas. Miraba todo aquello con una indiferencia fascinante. Yo era un elemento más de aquella de ciudad, era un pequeño tótem de tela de abrigo, con los hombros encogidos y la nariz pegada al pecho, mirando todo aquello y tiritando de frió. 

Decidí dejar aquella zona y cruzar el río hacía la parte de Buda, mucho más histórica y mucho más masificada de turistas curiosos. Siempre me gustó Buda, si tuviera que vivir un largo periodo de tiempo en aquella ciudad sin duda escogería Buda. La parte de Pest es el corazón de la ciudad, es ruidosa, turbia, señorial a la vez que decadente. Es sublime pero desgastada. Los bares sórdidos, las discotecas, la suciedad, las corrientes de gentes, las calles con aire soviético, todo ello habita en Pest. Buda, por otra parte, es la elegancia. Es la señora que mira altiva desde su trono a sus hijos traviesos al otro lado del río. Buda es tiene un ambiente que no he podido encontrar en ninguna otra capital europea. Es una personalidad única, que se puede ver en cada fachada de edificio, en la actitud de sus habitantes. Es la voz dulce de uan cantante de jazz, que te envuelve los sentidos mientras te tomas una buena copa de vino en un local con clase. 

Crucé el Puente de las Cadenas asediado por las parejas y grupos que buscaban un fotógrafo de un solo click. Me tuve que detener tres o cuatro veces hasta que conseguí llegar a la otra orilla. Una vez allí, aproveché que el autobús 16 acababa de detenerse en su parada y subí a la zona del Castillo. Pocas vistas en el mundo hay tan sobrecogedoras que las que se tienen desde allá arriba. Describirlo sería como intentar explicar la luz en un cuadro de Caravaggio, como intentar transmitir los sentimientos que produce la el preludio de la Suite para cello de Bach. Estar allí arriba es música a través de los ojos y belleza a través de los oidos. El frío gélido despareció durante los minutos que pasé contemplando aquella ciudad destruida y reconstruida a través de los tiempos. Una ciudad herida de muerte tantas veces como veces resucitó de sus cenizas para ser aún más esplendorosa que antaño. Fue una de las muchas catarsis que tuve en Budapest los 10 meses que viví y pensé en sus entrañas. 

El móvil sonó justo cuando me despedía de aquel paisaje. Habíamos quedado en algunos minutos en una cervecería turbia y ruidosa cerca de mi casa, en la calle Dohany. Deshice el camino y volví justo en el momento en el que mis amigos estaban entrando apresuradamente en aquel antro huyendo de las garras del frío. Entré con un sentimiento de satisfacción y victoria, y mientras me desprendía de varias capas de abrigo pedí un cerveza. Brindé por aquel día que aún recuerdo con un cierto escalofrío en mi carne, tal vez por el recuerdo de haber vivido el día más frío en mi vida, tal vez por haberme sentido increíblemente cálido. 

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