miércoles, 18 de enero de 2012

Hotel Herzegovina

Rodrigo dio un trago a la botella de ginebra Gordon´s, se enjuagó la boca hasta que notó como su lengua se anestesiaba y engullió el líquido templado. La ginebra tibia era un horror, por lo que la rebajaba con su propia saliva. Miró la botella y aún quedaba algo menos de la mitad. Extendió su brazo izquierdo y derramó parte del contenido sobre la herida de su brazo para desinfectarla. El dolor fue intenso pero se contuvo de soltar cualquier quejido. No quería mostrar debilidad. No debía.

Abrió y cerró el puño de su mano extendida para ver si la movilidad era buena. Lo era. Pero el dolor le atravesaba el brazo desde la punta de los dedos hasta el hombro. Miró cabizbajo la mezcla de sangre y ginebra que se deslizaba por el lavabo. Ese color rojo tenue, le tuvo absorto varios segundos. Cogió de nuevo la botella por el cuello y le dio otro trago, esta vez a conciencia. La dejó sobre la pequeña balda de plástico que había junto al toallero y, por primera vez desde que entró en la habitación del hotel, miró al espejo.

En un principio, Rodrigo fue incapaz de reconocer el rostro que aperecía reflejado. Sin duda le recordaba a él, pero parecía un versión vieja y desgastada de sí mismo. El hastío, la venganza, la desesperacion se reflejaban en sus pequeños ojos negros, sin apenas brillo en la oscuridad de sus retinas. Sus tupidas cejas formaban un arco obtuso que reforzaba el cansancio de su mirada. La frente mostraba arrugas que jamás se irían. Y su boca, su boca tenía un gesto torcido, desencajado, de aquel que se niega aceptar todo lo que ha vivido. Rodrigo estiró la mano y rozó suavemente el cristal, como queriendo transmitir cariño a esa imagen fría y desgastada. Pero la expresión de tristeza y desidia no desaparecía del cristal. 

El sonido de un obús hizo volver a Rodrigo a la realidad. El estruendo provenía de lejos, tal vez tres o cuatro kilómetros si el viento soplaba de frente. Las tropas serbias seguramente estaban bombardeando los túneles subterráneos del aeropuerto que suministraban víveres y combustibles a Sarajevo. Cuando te acostumbras a las bombas, su ruido es como el de los truenos en una tormenta de verano. No asustan, sorprenden. Rodrigo sólo temía a una cosa en aquel rincón del mundo: el silencio. El silencio era el peor castigo para el soldado. Si oyes las balas te puedes poner a cubierto de quien te está disparando, si oyes los obuses puedes bajar a un sótano y esperar a que cese el ataque. Pero el silencio era el hábitat natural de los francotiradores, que desde hacía meses estaban apostados en las laderas que rodean la ciudad de Sarajevo. Un francotirador no avisa, espera en calma a que aparezcas frente a su objetivo y entonces dispara. La bala no suena, lo único que hace ruido es la caída del cuerpo abatido. Rodrigo había visto a militares y civiles caer desplomados delante de sus ojos en medio de las continuas carreras por las calles de la ciudad. Al acercarse para comprobar si  había resbalado, se encontraba un agujero de bala en sus cabezas. La tensión entonces era indescriptible. El corazón le bombeaba con la fuerza de un huracán mientras la adrenalina invadía todo su cuerpo. En apenas un segundo, se daba cuenta de que estaba en el mismo punto de mira del francotirador invisible. Rodrigo jamás buscaba el origen del disparo. Su única respuesta era correr hasta el escondrijo más cercano. Entonces por primera vez el silencio se rompía y en su cabeza se oía el estruendo de los latidos de su corazón y sus jadeos entrecortados. La tension era tal, que en ocasiones corría de esquina a esquina con los brazos tan apretados a su cuerpo, que el cargador de su fusil había acabado por acerle una profunda herida en su antebrazo izquierdo.  

Un nuevo obús hizo retumbar la ventana de la habitación. Este había caido más cerca, pero lo suficientemente lejos para no correr peligro. Se enjuagó la cara con agua fría a pesar de que era invierno. Hacía varios días que no llegaba gas a la ciudad para poder calentar las calderas. El golpe de frescor del agua le reconfortó. No era consciente, pero su temperatura corporal era elevada. Tenía fiebre pero había cosas más importantes que las que preocuparse en aquel momento. Se echó un poco de agua por la nuca y detrás de las orejas, dándose un leve masaje detrás de las orejas. Entonces unas manos se juntaron con las suyas y penetraron intensamente en su pelo. Aquellos dedos femeninos, largos y estilizados aunque asperos y castigados, se insertaron hasta la raíz de su cabellos, entrelazándose en sus mechones y tirando  de ellos suavemente, repitiendo el movimiento con mayor intensidad. Era el primer gesto de cariño que recibía Rodrigo en meses. Apoyó sus doloridos brazos sobre el lavabo e inclinó la cabeza dejando que aquellas manos siguieran manejándole su rizado cabello. Era sentir el cielo en medio del infierno. Rodrigo se dio cuenta de lo tremendamente placentero de aquel gesto tan mundano. En aquel lugar, en ese derruido hotel a las afueras de Sarajevo, en un habitación ocre y destartalada, en un cuarto de baño con una luz mortecina que apenas alumbraba la estancia, dos manos femeninas eran el mayor regalo que, sin duda, podía recibir

Aquellas manos se posaron sobre su frente y tras comprobar la temperatura durante varios segundos una voz dijo.
- You hot- en un inglés forzado y apenas inteligible debido al fuerte acento balcánico.
- I know- dijo Rodrigo y agarrando aquellas manos mientras se daba la vuelta,  posando sus ojos en los de  aquella mujer. Diana le miraba con un ternura que casi le hizo llorar por un instante. Sus ojos grises centelleaban a pesar de la poca luz. Su cabello oscuro estaba recogido con dos pequeñas coletas. Su cara era pálida, salpicada por pequeñas pecas que daban a Diana un aspecto angelical. Sus labios eran pequeños, casi imperceptibles que a menudo eran humedecidos por su lengua. Era un gesto que había llamado la atención a Rodrigo desde el primer momento que la conoció, hacía tres semanas en los sótanos de la Biblioteca Nacional la noche antes de que se incendiase. 

Diana se había desnudado. Su cuerpo únicamente estaba tapado por la guerrera oficial del ejército español. Diana se señaló el apellido bordado sobre la tela.
- You- dijo apuntando a Rodrigo con el mismo dedo que había señalado su apellido. - You hero. 
Rodrigo miró las letras de su apellido, Escudero, y no pudo evitar pensar en lo paradójico de aquella palabra inscrita en su uniforme militar.
- No hero- respondió lacónicamente. - Just soldier. 

Sus miradas se volvieron a cruzar y fue un momento mágico. Ella, con sus manos aún sobre su pelo, le atrajo suavemente hacía su boca y le besó. Rodrigo se sintió reconfortado en cuanto entró en contacto con aquellos labios. La calidez de su boca le hacía pensar en su hogar, tan lejano, que se había fundido en la nebulosa de sus recuerdos. 

Rodrigo agarró por la cintura a Dijana y la condujo lentamente hacia la cama de aquella habitación marchita del Hotel Herzegovina. Se tumbaron en la cama y le susurró al oido.
- Eres lo mejor que hay en mi vida
Ella lógicamente no entendía aquel idioma extraño, pero aquella ternura en sus palabras procedentes de aquel hombre atormentando, le hizo sonrojarse como aquella noche bajo el fuego de artillería en los sótanos de la Biblioteca. 

En la penumbra de la noche, los dos cuerpos se abrazaron y se fundieron en uno. Hacía minutos que había caído la última bomba sobre Sarajevo y en la ciudad no se oía ningún ruido. Sin embargo, a Rodrigo no le importaba. Era la primera vez en mucho tiempo que no tenía miedo del silencio.

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