Dedicado a Elsa, por animarme a que acabara este relato
Habían pasado 26 horas desde que Rodrigo había abandonado la falsa seguridad de su puesto de vigilancia en las montañas que circundaban Sarajevo. No había dormido, salvo el breve lapso en el que había estado inconsciente. Tal vez 20 minutos o más. La experiencia le decía que aquellos lapsos no solían ser duraderos. Pero no lo sabía con certeza
La noche había caído y la oscuridad era aún más oscuridad en una ciudad que había renunciado forzosamente a la iluminación artificial. Una luz era un síntoma de vida, y la vida había dejado de tener valor en medio de una guerra. Por tanto, la penumbra era uno de los mejores aliados junto con el silencio. Cuando Rodrigo alzó la mirada, el silencio le golpeó de lleno los sentidos. Le aturdió más que cualquier ruido atronador. Al despertar de un shock, esperas un ruido, un alboroto semejante al que estaba presente en el momento de perder la consciencia. Pero esa quietud auto-impuesta, como un castigo asumido a regañadientes, le acabó por desconcertar del todo.
Las sombras comenzaban a tomar forma y a perfilarse unas de otras. Lo que al principio era un bloque irregular que palpitaba entre suspiros, comenzó a desvelarse como un grupo de cuatro personas agazapadas y acurrucadas entre sí. Era Diana y aquella mujer con sus dos hijos. Más al fondo, unos metros más allá, se encontraba erguido, desafiante, el recepcionista del hotel. Sujetaba una pistola semiautomática entre sus manos, firmemente, dando golpecitos con el cañón a su cintura. Su dedo índice acariciaba el perfil del gatillo con satisfacción, sabedor del poder que entrañaba un simple gesto. Una pulsación de un dedo, una contracción de una falange y aquel arma metálica, fría, pondría fin a un hombre, vibrante, fuente de emociones y pensamientos, caliente.
Diana miraba a Rodrigo, pero Rodrigo había renunciado a mirar su cara. Aquella mujer, aquel bálsamo contra sus tormentos en aquella tormenta de dolor, se había convertido en la puerta al mismo infierno. Rodrigo lamentaba haber salido del refugio en medio de aquella lluvia de bombas. Se torturaba a sí mismo pensando en el riesgo estúpido que había corrido, deslizándose asustado por las calles del barrio de Petrovici buscando estúpidamente una cara entre la gente que huía apresuradamente en sus casas. Una lágrima se deslizó por su mejilla cuando recordó como había encañonado a aquella adolescente muerta del miedo, mientras gritaba desencajado el nombre de Diana, y como aquel cuerpo joven e inocente, se caía al suelo de rodillas en medio del llanto mientras señalaba la casa en la que ahora se encontraba. No paraba de pensar qué habría sido de aquella chica, llorando desconsolada, siendo presa del pánico en medio de aquel clima de terror, mientras las bombas rugían por todo el valle. Rodrigo rezaba porque aquella chica hubiera sacado fuerzas del fondo de su alma y hubiese corrido a resguardarse en alguna casa antes de que las explosiones o la metralla le hubieran alcanzado
Aquel dolor que sentía era, sin embargo, un alarido desesperado en el desierto. Su rabia contenida apenas rompía aquel silencio ensordecedor que se extendía por aquel sótano. Estaba sólo en aquel lugar del mundo. Nunca antes jamás había estado tan sólo como en aquel momento. Había desertado de su propio ejército para meterse el solo en la boca del lobo, cegado por el amor de una mujer que le había traicionado. Pensó en cómo se había anticipado a los acontecimientos. Si el no hubiera irrumpido en aquella casa, ¿cómo habría urdido Diana su plan?. ¿Qué es lo que aquellas personas querían?. ¿Dinero, sus armas, su pasaporte?. No era capaz de decidirse por una opción, y para su sorpresa, le daba absolutamente igual. Rodrigo llevaba meses en medio de aquella guerra, librada entre dos bandos cuyas lenguas, culturas e incluso intenciones desconocía. Estaba en medio de aquella tormenta sin saber apenas sus causas. Nunca se había hecho este planteamiento. Él era un trabajador de la guerra y no necesitaba saber sus causas para realizar la función que le habían encomendado. Él tenía que vigilar, informar y seguir vigilando. Tenía que disparar sólo si le disparaban. Tenía que correr de esquina en esquina huyendo de aquellos malditos francotiradores, que eran invisibles como la muerte que sembraban en cada encrucijada. Rodrigo llevaba meses viviendo aquello como algo normal, como una rutina diaria que tenía que cumplir sin discusiones. Se había convertido en un autómata sin alma, hasta que llego Diana. Por unos días volvió a sentir que su corazón latía por algo más que para bombear sangre. Había recuperado un motivo por el cual sobrevivir, más allá que por el propio instinto de supervivencia. Pero aquel salvavidas con cuerpo de mujer había acabado siendo lo peor que le había reportado aquella guerra sin sentido.
Rodrigo cerró los ojos un instante, y dejó que aquellos pensamientos reposasen tranquilamente en el limo de su alma. Miró un momento sus manos, llenas de grietas y heridas, totalmente desgastadas. Miró aquellas esposas que mantenían sus manos unidas y pensó en lo absurdo que era aquel objeto. Un simple objeto de hierro, formado por dos grilletes y una cadena. Un simple pedazo de metal que, irónicamente, tenía un poder tan simbólico como ficticio. Aquellas esposas no le retenían en ninguna parte, era su idea de sentirse cautivo la que hacía que permaneciese clavado en aquel rincón.
Rodrigo no vaciló. Se levantó lentamente y, sin levantar la vista de las esposas comenzó a caminar hacia las escaleras que daban acceso a la planta superior. Andaba sin mirar aquellas esposas, como si fijar la vista en ellas alimentase la idea de que era más libre que nunca. Cuando comenzó a ascender las escaleras fue consciente por primera vez de los gritos que llevaba un rato dando el recepcionista. El volumen de los gritos debía de ser ensordecedor pero el lo escuchaba como a mil kilómetros de distancia. Siguió subiendo con paso firme y en algún momento debió sentir el cañón de aquella pistola punzándose en su nuca, pero no le importaba. Seguía subiendo cada vez con paso más decido. No podía creerse lo que estaba haciendo. Quizá el recepcionista tampoco daba crédito a la seguridad con la que Rodrigo estaba dirigiendo a la calle y por eso decidió desistir en su esfuerzo. Dejó de gritarle en aquel idioma ininteligible y miró absorto, en silencio, como aquel soldado español desaparecía en la oscuridad de la noche
Rodrigo llegó a la calle y el frío helado le hizo padecer un escalofrío. Era el primer sentimiento que tenía desde aquella extraña Epifanía en el sótano. Respiró hondo y exhaló un halo de aire que se convirtió en vaho al contacto con la atmósfera fría. Miró como ascendía el aire que había salido de sus adentros y decidió seguir aquella la dirección del viento. Con una sonrisa plena en los labios y con las manos entrelazadas, Rodrigo decidió que pasase lo que pasase, en medio de aquella guerra absurda, el ya había cumplido con su trabajo.
---- Fin ---
Gracias a Álvaro, Jose Luís, Elsa, Willy y Paola por leer y ayudarme en la elaboración de esta pequeña historia
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