Cae la niebla en el oscuro campo tras la tomenta. El olor de la tierra húmeda atraviesa mi olfato y me recuerda que aún sigo vivo. La sangre seca recubre mis manos que aún sostienen temblorosas la pala que minutos atrás volvía a echar tierra sobre la franja previamente abierta.
- Si la tierra está húmeda, está más blanda. Si está más blanda, es más rápido cavar un agujero en ella. Pero recuerda enterrar el bulto bien hondo. Nunca es demasiado profundo.
Nunca es demasiado profundo. Nunca es demasiado profundo. Las palabras de aquella voz vieja, sabia, retumbaban en mi cabeza mientras atravieso el campo en la oscuridad cómplice de la noche.
- Coge cal y sustrato universal. Pon la cal sobre el bulto y luego el sustrato universal encima. Con suerte aumentarás la fertilidad de la tierra y crecerá algo. Eso hará pasar desapercibido el trabajito.
El bulto. ¿Por qué lo llama el bulto?. Aquella cosificación premeditada. La deshumanización de un acto tan poco humano.
Avanzo a duras penas, tropezándome con los surcos de los cultivos. La tierra está blanda y noto como mis botas se hunden en el barro. Es como si aquel lugar no me dejara ir. Utilizo la pala como bastón y miro de reojo mis manos. Están rojas y mugrientas. Es una sangre sucia, fría, acusadora.
- La gente suele aplanar la tierra cuando acaba el trabajito. Eso es un error. Hay que esparcir la tierra aleatoriamente por encima. Disimula más. Disimula mucho más.
Era una voz vieja pero segura. Una voz firme, convincente.
- Nunca dejes que te vean demasiado la cara. La gente sospecha cuando ve a alguién desconocido. Tampoco intentes disimular con descaro, eso es de estupidos. Tienes que buscar un sitio tranquilo, y apartado. El trabajito te puede llevar unas cuantas horas. Por eso es tan importante elegir una noche de tormenta.
Veo a lo lejos mi coche aparcado en la linde del camino agrícola y siento el corazón escupir la adrenalina que segrega mi cerebro a todos los vértices de mi cuerpo. Quiero salir de aquí. Quiero abandonar la oscuridad, el campo, la culpa. La ansiedad hace que me vuelva a tropezar y caiga de bruces sobre la tierra. Me incorporo y mis rodillas se clavan en el suelo como dos estacas. Empieza a llover de nuevo. Levanto la cabeza y dejo que las gotas limpien el sudor y las lágrimas de mi rostro.
- Y recuerda, pase lo que pase, nunca jamás hables de esto con nadie. Nunca, ¿me has entendido?. - Su voz me araña todos mis sentidos. Es una voz vieja, pero autoritaria. - Mírame chaval. - giro la cabeza y miro al asiento del copiloto. - Nunca...
- Vale abuelo, nunca.
Acto seguido el viejo saca su pistola. No deberían regalar pistolas a los policias retirados del servicio. El viejo se la mete en la boca y no vacila.
Mis rodillas no responden. La pala sirve de una improvisada cruz delante mía. Creo que estoy rezando pero no consigo entender los gritos sordos de mi alma. Sé que me tengo que levantar y que tengo que huir de allí cuando antes. Sé que lo tengo que hacer pero no puedo. Sé que tengo que alcanzar ese coche, que como un faro siniestro, repleto de vísceras, esquirlas y sangre, me espera para alejarme
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