Hace calor y sudo. El par de litros de cerveza que he
tomado tampoco ayuda mucho. Es de noche y siento un calor asfixiante, húmedo y
pegajoso adherirse a mi cuerpo como una segunda piel viscosa y extrañamente
dorada, que brilla bajo la luz de los alógenos del recibidor de mi bloque de
pisos. Me cuesta un poco meter la llave en la cerradura, pero finalmente
consigo abrir la puerta que vomita hacia mis ojos la oscuridad solitaria de mi
piso. Guardo la llave en el bolsillo izquierdo de mi pantalón y enciendo la
luz. Entonces lo veo.
Un bicho. Un insecto del tamaño del puño cerrado de un
hombre adulto. Su forma es la de una cucaracha pero su tamaño es diez veces
mayor. Su color es marrón amarillento, brillante, como si estuviera cromado. De
su cabeza brotan dos antenas de varios centímetros de longitud, que se mueven
descompasadas dando pequeños golpecitos en el suelo.
El bicho está quieto. Me mira. Yo lo miro. Mueve sus
antenas nerviosamente como si la luz repentina de mi piso lo hubiera dejado
noqueado. Yo sigo quieto. Nos observamos con complicidad, reconociéndonos
mutuamente. Yo sé que lo quiero muerto, él seguramente intuya que lo voy a
matar.
Reacciono primero y con un movimiento sutil entro en la
cocina y cojo la escoba y el recogedor que están apoyados en la puerta. El
bicho se percata de mis intenciones e intenta correr a marchas forzadas hacia
la oscuridad del cuarto de baño. De un salto, le acorralo contra el rodapié con
el recogedor y con un movimiento certero le empujo con la escoba al interior
del receptáculo de plástico. El bicho ha volcado sobre su espalda y mueve sus
patitas violentamente en un desesperado intento de salvar su vida. No está
viendo el agua del wáter al que le voy a tirar. No está viendo su cruel y
húmedo destino. Me está viendo a mí, con cara de satisfacción, planificar su
final.
Me despido de él con la fría indiferencia de un verdugo y
lo lanzo al fondo del inodoro. Es cuando tiro de la cadena cuando me llega ese
olor. Me acuerdo que hace cuatro días que no saco la basura. El aroma agrío se
ha fundido con el oxígeno limpio creando una atmósfera cargada y maloliente que
sin duda ha debido atraer a aquel bicho. Aprovechando que la puerta está
abierta y la luz del rellano aún encendida, hago un doble nudo a la bolsa y
salgo de nuevo al exterior.
La noche es cálida, densa, abrumadora. Me fijo en el haz
de luz de las farolas y en los cientos de mosquitos que sobrevuelan a su
alrededor hipnotizados por el calor amarillento que desprende. Me fijo en ellos
como habitantes de un universo tan lejano y diferente cuya vida se abre paso a
tan sólo tres metros sobre mi cabeza. Llego por fin al final de la calle y tiro
la basura al cubo correspondiente. Me sacudo un poco las manos y vuelvo a
casa.
Confieso que el corazón se me acelera cuando escucho
desde el portal el tintinear característico de mis llaves en el piso de
arriba, en mi piso. Confieso que me pongo nervioso cuando miro sorprendido que
tengo agarradas las llaves en mi mano y por ningún motivo en el mundo pueden
sonar como ahora están sonando. Por eso subo las escaleras corriendo.
Miro al suelo para no tropezarme con el último escalón y
noto como en mi frente las gotas de sudor comienzan a formar pequeños surcos
que se precipitan con furia sobre mi rostro. Me seco el sudor con el antebrazo
al tiempo que levanto la vista hacia la puerta de mi casa. Lo que veo hace que
mis temores se confirmen y que mi corazón decida latir desbocado en el interior
de mi pecho. La puerta está abierta y hay luz adentro.
Con sigilo, o con todo el sigilo que soy capaz de reunir,
me pego a la pared y me asomo al umbral de la puerta. Lo que veo casi provoca
que me desmaye. Veo al bicho, al mismo bicho que acabo de lanzar minutos atrás
por el wáter. Le veo parado, mirándome con el mismo movimiento arrítmico y
nervioso de sus antenas. El bicho me mira. Yo no puedo dar ni un paso. El bicho
mueve las antenas cada vez más deprisa, asustado. Yo aún sigo asomado a la
puerta, con el cuerpo en el rellano, escondiéndome de mi propia casa. Y
entonces, de entre las sombras, aparezco por la puerta de la cocina con la
escoba y el recogedor.
No grito porque no soy capaz de emitir ningún sonido. Me
arde el pecho por el galopar incontrolable de mi corazón, pero el cuerpo se me
ha congelado presa del inmenso escalofrío que me está produciendo verme de
espaldas, semiflexionado atrapando al bicho con la escoba y el recogedor. Me
veo entrar al baño, satisfecho y oigo en perfecta sincronía con mi memoria el
sonido de la cisterna al soltar su carga de agua. Justo en ese momento salgo
del baño y con un gesto innato me vuelvo a esconder tras la puerta, sintiendo
un pánico atroz a ser descubierto por mí mismo. Escucho con atención el crujir
de la puerta del armario de la basura que se abre y el sonido característico de
los pliegues de la bolsa de plástico al cerrarse. Sé que voy a salir de casa.
Sé que voy a bajar a la calle y que me voy a dirigir al final de la misma.
Decido anticiparme a mis propios pasos y salgo en apresurado silencio al exterior
del bloque de apartamentos. Me agazapo entre dos coches y decido
esperarme.
Tan solo un minuto después salgo por el mismo portal con
la bolsa de basura en la mano. Agachado entre aquellos dos coches, me miro a mí
mismo con la curiosidad de un niño, absorto, prácticamente paralizado. Escruto
mi manera de andar, mi perfil, mis gestos, siendo espía y juez de mí mismo.
Dejo una distancia prudencial para no ser detectado y comienzo a andar
siguiendo mi propia estela. Camino con el cuerpo flexionado, aprovechando los
coches para avanzar a hurtadillas siendo la sombra de mi propia sombra, viendo
como levanto la cabeza hacia las farolas. Sintiéndome uno de esos mosquitos
viviendo en un universo paralelo a tan sólo unos metros.
Llego al final de la calle justo en el momento en el me
veo tirar la basura en el interior del cubo. Veo como me sacudo las manos y
resoplo alegrándome por el trabajo bien hecho. En ese momento me giro y la
mirada de ambos se cruza en una décima de segundo. Sé que mi gesto refleja una
mezcla de miedo y asombro porque me estoy viendo a mi mismo poner la misma
cara, justo unos metros por delante, al otro lado de la calle. Me miro y mi
señalo. Tú me señalas, mientras ambos buscamos las palabras que consigan
describir ese momento. Un sonido sale de tu boca pero se corta al instante. Yo
no te oigo. Yo no te oigo porque el ruido del coche al chocar contra tu cuerpo
ahoga súbitamente tu voz. Me veo despedido por los aires. Un cuerpo sin control
que ya ha perdido la vida. Un cuerpo que impacta contra suelo y es esquivado
por aquel coche que se da a la fuga.
Tengo pánico y estoy al borde de entrar en shock. He
muerto. Me he visto morir, pero estoy absurdamente vivo. Presa del pánico, decido
correr. Refugiarme en mi casa y olvidar lo que ha pasado. Subo calle arriba con
la rapidez de un rayo, impulsado por el rabia y el miedo. No miro atrás, no
puedo. La noche está en calma y en el vecindario sólo se escucha el retumbar de
mis pisadas al sprint contra el asfalto. Llego a mi portal y meto a duras penas
la llave en la cerradura. Entonces lo siento. Como si de una fuerza física se
tratase, mi cuerpo semiparalizado se gira lentamente 180 grados. Mis ojos ven
lo que mi boca consigue expresar con un grito seco de espanto. Allí estoy yo de
nuevo, agazapado entre dos coches, observándome de nuevo escondido en la
penumbra. Escondido para poder observarme a mí mismo sin ser detectado
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