Enrocado,
más bien...
absurdamente perdido.
Cuasi derrotado,
eticamente envilecido,
atentamente trastocado,
retornadamente sombrío.
Furia color vino tinto,
desmoralizante anécdota
de invierno frío.
Solo de contrabajo
en una mañana fría.
Miel en los labios
lágrimas en las heridas.
lunes, 23 de diciembre de 2013
jueves, 7 de noviembre de 2013
Redoble de tambor
Un viento oscuro agitado como un recuerdo
Medio vaso vacio de whiky y sin apenas hielo
y la luna ya no brilla
Medio vaso vacio de whiky y sin apenas hielo
y la luna ya no brilla
lunes, 21 de octubre de 2013
Haiku de octubre
Como no me quieres
Ya me encargo yo de querernos por los dos.
Tú en tu huso horario,
yo, mas o menos
en el otro lado de tu mundo
Ya me encargo yo de querernos por los dos.
Tú en tu huso horario,
yo, mas o menos
en el otro lado de tu mundo
domingo, 20 de octubre de 2013
Murcia en la Brecha
Atardece y los rayos de sol follan con la cresta de las montañas
Susurra con voz ronca el motor de mi furgoneta
Y la vida se detiene
Suena Suburban War de Arcade Fire
y todo es jodidamente hermoso
somos jóvenes
y estamos vivos
y dejamos que el corazón sea peregrino
por nuestros propios caminos
que descubrimos mirando de reojo al destino
para comprobar si es un sueño amarillento
o un delirio enloquecido
el ver el mar tan cerca, y sentir la brisa como un aullido
y sonreir entre espuma de cerveza
reir sin sentido sentados sobre la arena
anochecer entre mimos, calentándonos con el fuego de nuestras miradas
volver al abismo, como un preso fugado
como un preso fugado que ha sido detenido
Susurra con voz ronca el motor de mi furgoneta
Y la vida se detiene
Suena Suburban War de Arcade Fire
y todo es jodidamente hermoso
somos jóvenes
y estamos vivos
y dejamos que el corazón sea peregrino
por nuestros propios caminos
que descubrimos mirando de reojo al destino
para comprobar si es un sueño amarillento
o un delirio enloquecido
el ver el mar tan cerca, y sentir la brisa como un aullido
y sonreir entre espuma de cerveza
reir sin sentido sentados sobre la arena
anochecer entre mimos, calentándonos con el fuego de nuestras miradas
volver al abismo, como un preso fugado
como un preso fugado que ha sido detenido
viernes, 20 de septiembre de 2013
Septiembre
Retazos de un viento sordo que aulla tempestades
Primavera malherida de vacios y oquedades.
Exilio impertinente de las cuatro estaciones.
Éxtasis metanfetamínico de cien corazones.
Algorítimica sinfonía de rabiosos oleajes.
Destinos desdibujados en cuadernos de viaje.
Primavera malherida de vacios y oquedades.
Exilio impertinente de las cuatro estaciones.
Éxtasis metanfetamínico de cien corazones.
Algorítimica sinfonía de rabiosos oleajes.
Destinos desdibujados en cuadernos de viaje.
lunes, 16 de septiembre de 2013
La senda
Tantos caminos recorridos
Y los pasos borrados
... Y en las noches deconstruidas
Por los "a veces" malgastados
Y retumba un grito afónico y embriagado
Y en los pasos borrados
Subyacen las huellas tibias
De los "no me importa" atragantados
Tantos caminos recorridos
Con sordomudas miradas clandestinas
... Y en las noches deconstruidas
Si me miento con un "aún te tenía"
Tirita un delirio desorganizado
en un sendero vapuleado
Por nuestros pasos olvidados
Y los pasos borrados
... Y en las noches deconstruidas
Por los "a veces" malgastados
Y retumba un grito afónico y embriagado
Y en los pasos borrados
Subyacen las huellas tibias
De los "no me importa" atragantados
Tantos caminos recorridos
Con sordomudas miradas clandestinas
... Y en las noches deconstruidas
Si me miento con un "aún te tenía"
Tirita un delirio desorganizado
en un sendero vapuleado
Por nuestros pasos olvidados
jueves, 18 de julio de 2013
Más De Mil Aventuras
El aire huele a fresas silvestres
el olor dulce se funde con el ardor del verano.
Y a lo lejos, suena música electrónica.
Un desobediente beat beat a 130 revoluciones
por minuto.
Me da por hablar, y por contar historias de lugares
en donde he vivido,
de sensaciones que casi había olvidado,
y la cerveza en la boca me pide más cerveza,
una nueva dosis de frescor líquido fermentado
Viajo sin moverme y descubro otros mundos olvidados:
los clubes sórdidos de Amsterdam,
las putas más deshonestas de Salamanca,
una canción triste de algún lugar de Albania.
una sonrisa picantona del Bairro Alto
Y me evoco a mí mismo, sintiendome libre y aislado
a pesar de estar rodeado de una masa enbravecida.
Cuarenta mil cuerpos bailando al son de la misma música
que yo bailo, pero apenas los siento.
Soy una isla pérdida, en un gran oceáno de gafas de colores
y notas discordantes escupidas a un millon de watios.
el olor dulce se funde con el ardor del verano.
Y a lo lejos, suena música electrónica.
Un desobediente beat beat a 130 revoluciones
por minuto.
Me da por hablar, y por contar historias de lugares
en donde he vivido,
de sensaciones que casi había olvidado,
y la cerveza en la boca me pide más cerveza,
una nueva dosis de frescor líquido fermentado
Viajo sin moverme y descubro otros mundos olvidados:
los clubes sórdidos de Amsterdam,
las putas más deshonestas de Salamanca,
una canción triste de algún lugar de Albania.
una sonrisa picantona del Bairro Alto
Y me evoco a mí mismo, sintiendome libre y aislado
a pesar de estar rodeado de una masa enbravecida.
Cuarenta mil cuerpos bailando al son de la misma música
que yo bailo, pero apenas los siento.
Soy una isla pérdida, en un gran oceáno de gafas de colores
y notas discordantes escupidas a un millon de watios.
viernes, 14 de junio de 2013
Tocata y Fuga del Perfecto Hijo de Puta
Dedicado a ti, por animarme constantemente a
que siga escribiendo
Se
rascaba la densa barba oscura, perfectamente arreglada. Era un gesto que le
acompañaba desde la pubertad. Un gesto automatizado que le relajaba en los
momentos en que su corazón comenzaba a acelerarse. Y aquel era uno de esos
momentos. Intentó aplacar su incipiente nerviosismo con un sorbo a su vodka con
Sprite, corto de vodka, que llevó a
los labios con lentitud pero con gran firmeza. Con la espalda completamente
erguida, queriendo dar una imagen segura y varonil, Hugo dejó su copa sobre la
barra y la miró por primera vez. Había entrado en aquel pub hacía ya quince minutos pero Hugo únicamente la había visto de
soslayo. Era una maniobra perfectamente calculada, medida con la precisión que
otorga la experiencia. Ella, por el contrario, había reparado en él nada más
entrar. Se había fijado en su pelo rizado, engominado hacia atrás, que dejaba
protagonismo a una cara de rasgos bien marcados, propios de un noble italiano
o, tal vez, de un exitoso hombre de negocios de algún lugar del norte. Una
cara, mediterráneamente bronceada. Rugosa pero cuidada, dando la sensación de
ser la de un hombre que ha conocido el lado agrio de la vida y que ha sido
capaz de regresar de él triunfando. La
ropa que vestía reforzaba aquella idea. Un elegante traje gris oscuro combinado
con una fina camisa blanca, abierta por el cuello, en el gesto inequívoco de
quien se quita la corbata tras una dura jornada de trabajo y baja al bar del
hotel a tomarse un par de copas a modo de armisticio. ¿Viaje de negocios?,
¿fusión de empresas?, o lo que empezaba
a excitar más aún a Vanesa en aquel momento, ¿compra y venta de obras de arte?.
Vanesa
removía su Dry Martini en aquel momento, cuando aquellos ojos oscuros se
clavaron en los suyos sin pedirle permiso. La conexión fue instantánea, eléctrica.
Hugo era consciente del poder de su mirada. Una maniobra tan repetida como
infalible, cargada de seguridad. Era la mirada del cazador furtivo mirando con
respeto a su presa, pero con el convencimiento de que en el juego del statu quo acababa de ponerse con
ventaja. Vanesa recibió el golpe como el del boxeador soberbio que encaja el
primer derechazo del combate. Primero, la descolocó aquella firmeza osada.
Seguidamente, dejó que el poder de aquellas pupilas le embriagase, como el
aroma del bourbon y del jazz en las primeras noches de verano.
Quizá
pasasen unos pocos segundos, quizá no fuese más que un mero instante, pero
aquella situación fue, para ambos, una verdadera conversación sordomuda de
miradas. A Hugo le seguía bombeando el corazón con intensidad, pero el hecho de
saber que había conseguido provocar el efecto deseado en aquella mujer le
cargaba de coraje. Seguía manteniendo su mirada en aquellos ojos verdes
translucidos, que comenzaban a iluminarse en la nebulosidad del pub. La señal perfecta, pensó Hugo, para
rematar aquel primer embate. Y sin dejar de mirarla, esbozó un media sonrisa
cómplice de aprobación antes de volver la atención a su copa.
A
Vanesa, aquella sonrisa le acabó de hechizar. Se había dejado llevar y ni
siquiera sabía cómo había pasado. Estaba complacida con aquella situación,
disfrutando con la expectación nerviosa de una adolescente. De repente, sintió
un pequeño ataque de nerviosismo. Intentado no exteriorizar inseguridad,
comenzó a hacer un rápido repaso mental. Había sido un día largo de trabajo y
en sus planes no estaban la interacción con ningún hombre. Hizo un chequeo
mental de su aspecto: el pelo lo llevaba bien arreglado, se había mirado en el
retrovisor del taxi al regresar al hotel; el maquillaje estaba perfecto, tal
vez poco atenuado, pero la iluminación del pub
era indirecta y eso ayudaba a realzar sus rasgos. La ropa era adecuada,
formal pero con un toque sensual, ensalzando adecuadamente el contorno de su
figura. Había sentido la mirada indiscreta del camarero al entrar y eso era un
claro indicio de que tenía un aspecto atractivo. Sin duda, un verdadero
aliciente en aquella situación, en la que la seguridad en los propios actos
eran las pistolas elegidas en aquel duelo.
Hugo
mientras tanto estaba contando mentalmente hasta noventa. El juego de la
seducción era, en su opinión, como la alta repostería. Todo llevaba un tiempo,
una cantidad, un reposo. Los pasos a seguir estaba preestablecidos, y había que
cumplir con el guión de uno mismo. Setenta y uno… setenta y dosn ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽el juego del segurida de in dejar de mirarla, esbozque
comenzaban a iluminarse en la oscuridad el juego del segurida, Hugo se preguntaba qué
estaba pasando por la cabeza de aquella mujer. Con todo, no había tiempo para
especulaciones. Ochenta y cuatro… ochenta y cinco. Quedaba sólo el tiempo justo
para preparar el siguiente paso. Delicadamente, Hugo estiró su brazo izquierdo,
dejando que la manga de su traje dejara al descubierto un elegante reloj suizo
con correa de cuero. Lo miró con paciencia y puso un gesto contrariado,
totalmente impostado, poniendo énfasis en que ella lo advirtiese.
Así
lo hizo. Le miraba con curiosidad a escaso metros, preguntándose qué le pasaría
a aquel reloj de alto diseño. Entonces, él le volvió a mirar con aquellos ojos
llenos de fuerza, haciéndola sentir como si fuera su única esperanza, como si
fuera realmente valiosa.
-
Disculpa que te moleste. – Dijo Hugo en un tono
que para nada sonaba a disculpa, sino a autentica determinación masculina. – He
cambiado tantas veces de huso horario esta semana que ya no sé ni en que
momento vivo. Miraría la hora en el móvil pero lo tengo cargando en la
habitación. ¿Podrías decirme que hora es en esta parte del mundo, por favor?. –
Y dejó lucir una sonrisa canalla, una de esas que dicen “¡oye!, yo no he
elegido tener una vida tan interesante”.
A
Vanesa casi se le cae el bolso al ir a coger su Iphone para mirar la hora.
Estaba presa de sus encantos, totalmente a merced de aquellos ojos que aliñaban
una voz sedosa y penetrante. Llegó por un momento incluso a sentirse halagada
de ser a ella a quien acudiese en busca de ayuda, y no de cualquiera de las
otras personas de aquel pub en la
planta baja del hotel.
Hugo
disfrutaba de la escena como el niño que se relame a la puerta de su cocina
mientras su madre prepara una tarta para el postre de la cena. Estaba tan
sumido en lo bien que estaba yendo la situación que apenas prestó atención
cuando Vanesa le indicó que eran las once y diez de la noche. Realmente le
importaba poco la respuesta. Su reloj tenía la hora perfectamente actualizada,
la cambiaba nada más ponía un pie en el aeropuerto de su destino.
En
el argot del fútbol, lo que Hugo estaba haciendo en aquel momento era jugar en
la línea de los tres cuartos. Muy sutilmente, había conseguido traspasar la
invisible frontera de lo políticamente correcto en las relaciones sociales,
hallándose en una posición envidiable, a escasos centímetros de Vanesa y con la
iniciativa en sus manos de continuar aquella no tan improvisada conversación.
-
Te lo agradezco, hay un momento en el que los
hoteles, los aviones y las salas de espera vuelven a uno loco. Si no fuera por
que disfruto tanto con mi trabajo… - Hugo dejó la frase en suspenso. Acababa de
presentar el cebo y sólo había que esperar a que ella lo mordiese sin pensar en
el anzuelo que había escondido debajo.
-
¿A qué te dedicas? – Preguntó ella casi al
instante, sin poder ocultar la enorme curiosidad que la invadía en aquel
momento. Hugo comenzó a enrollar el carrete.
-
Soy editor de libros. De toda clase la verdad.
Mi empresa publica novelas, poesía y cuentos infantiles. De hecho son estos
últimos los que me están llevando de un lado para otro. – Hugo dejó nuevamente la frase a medias.
Estaba llevando a Vanesa a su terreno y lo sabía. Ella parecía no darse cuenta
y seguía su juego sin percatarse.
-
¿Cómo es eso?. ¿Por qué los libros infantiles?.
Ese
era el pistoletazo de salida para la perfectamente programada coreografía de
mentiras de Hugo. A pesar de ser un hombre altamente atractivo, educado y
cautivador, Hugo no había conseguido prosperar en su trabajo. Lleno de ideas,
de ambición y de energía, una serie de malas decisiones habían puesto freno a
lo que hacía años parecía una carrera destinada al éxito. Esa mala decisión
había sido la fidelidad. Hugo no era editor de libros, solamente los
distribuía. Ni siquiera distribuía obras de alta calidad. Su campo era el de
las novelas baratas, ramplonas, con argumentos únicamente capaces de atraer
alguna cincuentona aburrida cuyo mayor reto intelectual eran los crucigramas. Esos
típicos libros que se encuentran permanentemente en oferta en las estanterías
de las librerías de los aeropuertos. Menos de 5 euros por 300 páginas. El
precio no estaba mal, sino fuera por el hecho de que lo más valioso en aquellos
libros era la tinta con la que estaban impresos.
Hugo,
antes de comenzar a narrar su ficticia vida llena de logros no podía evitar
pensar algunos segundos en la verdadera vida que ocultaba tras aquellas
mentiras. Tuvo la oportunidad de ser editor. La tuvo al alcance de la mano. Una
buena empresa con proyección internacional que acababa de entrar en el mercado
internacional. Buscaban gente joven, con hambre, y Hugo estaba hambriento.
Tenía la formación, las cualidades y unos pocos años de experiencia como
distribuidor de libros de tercera categoría en la empresa de uno de sus mejores
amigos. Era la oportunidad perfecta para comenzar a despegar. Superó el proceso
de selección con relativa facilidad. Su aspecto de triunfador y su don de
gentes le fueron de gran ayuda. Estaba leyendo el mail que le informaba que
había sido escogido para formar parte de aquella empresa cuando entró su amigo
hecho una furia por la puerta. De alguna manera se había enterado de las
intenciones de Hugo de abandonar la empresa. Más de dos horas duró aquella
conversación. Primero fueron gritos de furia que pronto se convirtieron en
reproches y acusaciones de traición. Por último, llegaron las súplicas. Hugo
permació en silencio la mayor parte del tiempo. Escuchaba con asombro y
resignación como su amigo le echaba en cara su ingratitud tras haberle dado su
primer trabajo. Escuchaba aquella voz rota que le decía que sin él, la empresa
perdía su alma. Que ahora más que nunca le necesitaba para que el negocio
continuara adelanta. Sin Hugo, la empresa perdía su imagen, y sin imagen,
estaban condenados al anonimato y por tanto, a la desaparición. Su amigo le
pidió unos años más de dedicación, lo necesario para seguir creciendo y
asentarse en el mercado. Una vez conseguido ese objetivo, podría marcharse a
cualquier otro lugar. Hugo le creyó, y enterrando todas sus ambiciones, planes
y proyectos, decidió no dejar de lado a su amigo, serle fiel. Y continuó en
aquel puesto de trabajo que desde ese día comenzó a odiar.
Apenas
pasaron dos años cuando su amigo tomó la decisión de vender la empresa y
empezar de cero con el dinero en Argentina. El nuevo comprador decidió mantener
en su puesto a Hugo, que cuando quiso recuperarse del shock y abandonar aquel
lugar descubrió que la crisis financiera ya no ofrecía oportunidades laborales
tan jugosas como antes. Traicionado, hundido y atado a un oficio que detestaba,
Hugo decidió que jamás sería fiel a nada ni a nadie. Y la peor parte se iban a
llevar las mujeres.
Su
trabajo le permitía viajar con frecuencia y siempre en estancias cortas. Una
parte de sus responsabilidades era acudir a las distribuidoras locales,
ofrecerles el nuevo catálogo, intentar colocar algún título nuevo y cercionarse
de que los libros estuvieran ubicados de la forma correcta en los expositores.
Era, sin duda, un trabajo obscenamente aburrido, en las antípodas de la
satisfacción personal plena. Únicamente tenía una ventaja. Podía explotar su
atractivo físico en busca de mujeres predispuestas a dejarse seducir por un
extraño. Hugo lo tenía muy claro. Sólo buscaba relaciones de una noche. Sólo
quería seguir tres pasos: charla, cortejo y sexo. Cualquier otra actividad
fuera de esas tres estaba totalmente vetada, más incluso si se producía una vez
salido el sol. Por ello, había trazado un plan perfectamente milimetrado. Hugo
daba el primer golpe de efecto. Él iniciaba el juego. Una vez que la partida
estaba en marcha, su trabajo era encandilar y seducir. Usaba las artimañas que
fuesen precisas El objetivo era hacer sentir especial a la mujer que tuviese
enfrente. Para ello contaba con multitud de ardides. Esta noche tocaba uno de
sus favoritos: el editor de libros para niños y su viaje para tratar de fundar
bibliotecas en hospitales infantiles.
-
Los libros infantiles son una de nuestras
especialidades – Dijo Hugo con voz atemperada, tras haber vuelto a la realidad
de aquel bar – Hemos llegado a tener tantos títulos que podríamos abrir una
pequeña biblioteca… de hecho eso es lo que pretendemos hacer. – Terminó la
frase dejando nuevamente la expectación, a la espera de que su interlocutora
quisiera seguir averiguando más.
-
¿Una biblioteca?, creía que el negocio de los
editores era vender libros, no prestarlos públicamente. – Vanesa se encontraba
muy cómoda en aquella situación, dejando que su boca modulase las palabras
suavemente mientras con su mano jugueteaba graciosamente con un mechón de su
pelo castaño.
Hugo
no pudo dejar de reírse ante lo ingeniosos de aquella pregunta.
-
Tienes toda la razón, debemos ser los peores
editores del mundo. - Respondió Hugo sin dejar de reírse antes de dar un nuevo
trago a su copa. – Estaba bromeando. Por supuesto que queremos vender libros,
cuántos más mejor. Pero la biblioteca, mejor dicho, las bibliotecas, son un
proyecto que tenemos en mente hace mucho tiempo. Queremos acercar nuestros
libros a los niños, y creemos que aquellos que más necesitan la compañía y el
estímulo de imaginación que da un libro son los niños de los hospitales
infantiles. Por eso queremos abrir una serie de pequeñas bibliotecas con
nuestras colecciones en algunos de estos hospitales. Estoy reuniéndome con los
directores de varios centros y si todo sigue así, a finales de año podremos
empezar a realizar las primeras donaciones.
Vanesa
le miraba como si hubiera encontrado al hombre de su vida. Se preguntaba qué
clase de conspiración astral había tenido lugar para haber encontrado a una
persona tan interesante, apasionada y atractiva en un lugar impersonal y
circunstancial como la barra del bar de aquel hotel. Hugo seguía hablando de
fechas, proyectos, de qué géneros tenían mejores capacidades terapéuticas.
Incluso llegó a decir que tenían planeado publicar una serie de una enfermera
adolescente con dotes detectivescas que resolvía casos por los pasillos del
hospital, con la ayuda de un grupo de niños pacientes con ganas de aventuras.
El nivel de cinismo de Hugo era súblime, digno de las grandes actuaciones del
cine universal. Se metía tanto en su papel, que hasta llegaba a emocionarse
cuando contaba como aquella enfermera lucharía contra los malvados “celadores-rapta-niños”,
poniendo un tono de misterio cuasi burlón e íntimo que terminó por romper las
defensas de Vanesa.
Tres
rondas más y Vanesa terminó susurrando al oído de Hugo que podían tomarse la
última en su habitación. Dentro del ascensor comenzaron a devorarse a besos,
como náufragos que prueban el agua dulce tras días de sequía en altamar. Sus
labios eran la viva expresión del deseo sin vistas a ser saciado. Sus manos se
exploraban mutuamente, ansiosas de descubrir qué era lo que había más allá de
cada centímetro de su piel. Y sus respiraciones, desobedientemente arrítmicas,
comenzaban a sincronizarse a ritmo de los latidos ansiosos de su corazón. Para
cuando llegaron a la habitación estaban prácticamente desnudos, con sus cuerpos
enroscados en un vórtice fundido a base de deseo y calor.
Hicieron
el amor sin amor, porque en aquel acto no había cabida para los sentimientos
secundarios, únicamente para los estímulos nativos como la lujuria y la ambición por poseer el cuerpo del otro.
Era puro instinto. Placer condensando en dos cuerpos que compensaban su falta
de conocimiento el uno del otro con la sed de sacar del opuesto el mayor gozo
posible. Y finalmente, aquella danza salvaje de dos amantes que no se aman,
pero que se desean, culminó en un torrente de éxtasis simultaneo que sabía a
alivio y a victoria. Y tras el incendio en el paraíso, llegó el reposo sobre
las cenizas.
Aquellos
dos cuerpos, aún sudorosos y extasiados, yacían uno junto al otro en silencio,
sintiendo mutuamente como sus ritmos cardiacos luchaban por volver a su
velocidad de crucero. Las gotas de sudor, fluyendo revoltosas entre aquellos
dos cuerpos que aún sufrían algún espasmo, vulnerables al contacto de cada
caricia que furtivamente producían aquellas manos. Dos vientres a escasos centímetros,
temerosos de quedarse huérfanos tras haber estado unidos. Y dos caras,
brillantes de complacencia, mirándose joviales
en la penumbra de la oscuridad. Hugo y Vanesa sonreían sin saber
realmente porque lo estaba haciendo, y eso les producía que rieran aún más. Era
un momento que era casi hipnotizante, pero que era inevitablemente efímero. Y
ambos lo sabían.
Hugo
había cumplido sus objetivos con éxito. Había llegado hasta donde quería
llegar. Estaba satisfecho consigo mismo y, por lo que podía comprobar, Vanesa
también lo estaba. Ahora solo quedaba dar una salida digna a aquella actuación,
como el mago que desaparece del escenario en el último número, provocando que
el auditorio acabe aplaudiendo en pie. Hugo cerró los ojos un momento y preparó
mentalmente su discurso. Las palabras debían estar perfectamente ordenadas.
Primero agradecería a Vanesa el haberle hecho sentir especial con su compañía.
Seguidamente se disculparía, sin sentimentalismo, sino de manera firme. Por
último, expondría brevemente el motivo de por qué no podía seguir el resto de
la noche con ella. Le diría que tendría que madrugar para coger un vuelo para
intentar cerrar un acuerdo para una nueva biblioteca infantil. Le diría alguna
otra mentira sobre el poder de la lectura en la cura de enfermedades y saldría
disparado de aquella habitación poniendo fin a su farsa. Sin tiempo a
intercambiarse teléfonos, ni e-mails ni, en definitiva, ningún rastro que
pudiera conllevar compromiso.
Hugo
aceptó para sí el guión que acaba de esbozar en su cabeza, tomó aire y se
dispuso a hablar.
-
Hugo no te puedes quedar más tiempo.- Dijo
Vanesa de manera repentina. La expresión de Hugo cambió radicalmente. Pasó en
un instante de la completa seguridad al aturdimiento.
-
¿Cómo dices? – Dijo articulando con dificultad
las palabras
-
Lo siento. Me lo he pasado genial contigo esta
noche, he disfrutado mucho contigo, pero no puedes seguir en mi habitación.
Debes irte.
El
tono de Vanesa sonaba autoritario, muy lejos de la dulzura que había mostrado
las horas previas. Hugo estaba totalmente desconcertado. No sabía como encajar
aquel golpe.
-
Pero, ¿estás segura?. – dijo Hugo en un tímido
intento de recomponer aquella situación
-
Completamente. Mira, mañana tengo que madrugar.
Te he dicho antes de pasada que periodista. Pues bien, mañana voy a cubrir los
conflictos por el control de los acuíferos al sur de Sudán. Estoy en esta
ciudad haciendo escala antes de partir. Voy a estar al menos 6 semanas fuera.
Por
primera vez en su vida, las tornas habían cambiado. Hugo se sentía usado,
sucio, casi se podría decir que maltratado. El sabor del engaño es aún más
amargo cuando lo tiene que probar el propio impostor. Hugo parecía comenzar a
comprender la situación pero no acababa de tener una imagen de lo que estaba
ocurriendo en su cabeza. Mientras se estaba poniendo de nuevo la ropa comenzó a
vislumbrarlo: quizá no era él el embaucador, quizá había sido Vanesa la que
sólo buscaba un lío de una noche y se había dejado cortejar por el primero que
entrase en su órbita. Quizá Vanesa también tuviera una estrategia perfectamente
marcada, dejarse hacer, escuchar, permitir que todo el trabajo lo hiciera el
contrario. Y una vez conseguido su deseo echarle sin contemplaciones de su
espacio. Hugo estaba profundamente dolido, sobre todo porque había sido herido
con sus propias armas. Vanesa, la atractiva pero tímida mujer de al otro lado
de la barra, sólo buscaba un polvo de buenas noches antes de adentrarse seis
semanas en aquel lugar dejado de la mano de Dios, estuviera donde estuviese.
Hugo
la miró en la oscuridad. Vanesa había dejado de prestarle atención. Había
cogido el móvil y estaba revisando sus mensajes. De repente, Hugo por primera
vez en su vida sintió que flaqueaba. Tal vez fuera porque aquella mujer le
había vencido en su terreno o porque de verdad había comenzado a sentir algo
por ella. No lo tenía muy claro, pero sabía que no tenía tiempo para
averiguarlo. Sólo sabía que necesitaba más de ella.
-
Vanesa .- Dijo Hugo con un tono de voz que había
perdido definitivamente toda confianza en sí mismo. - ¿Podemos volver a
vernos?. Me refiero a cuando vuelvas. ¿Puedo volver a ponerme en contacto
contigo?.
Vanesa
le miró como una madre que mira a su hijo al pedir perdón después de una
travesura. Su mirada era una mezcla de ternura y de intransigencia. Hugo se dio
cuenta al instante, y eso le hizo sentirse aún más hundido.
-
Hugo, cariño, no lo compliques más. Voy a estar
un mes y medio sin apenas contacto con el mundo exterior. ¿Quién sabe qué
pasará en ese tiempo?. Es mejor que nos quedemos con el recuerdo.- Y haciéndose
un vestido improvisado con la sábana, se acercó hasta él. Le dio un beso en la
mejilla y finalizó aquella noche con una frase que a Hugo se le quedó cincelada
en su gélido corazón . – Trata de considerarme un recuerdo.
Hugo
se dio la vuelta con el gesto totalmente derruido y salió de la habitación. Se
quedó unos segundos apoyado en la pared del aséptico pasillo de aquel hotel,
pensando en la cantidad de veces que el había despachado a otras tantas mujeres
de manera similar, e imaginándose si todas ellas se habrían sentido igual a
como él se sentía en ese instante. Cabizbajo y alicaído, Hugo regreso a su
habitación y a duras penas consiguió dormir unas pocas horas.
---
Totalmente
fatigado y sin aún poder olvidar el mal trago de la noche anterior. Hugo entró
en el avión y con la mirada buscó su asiento. Le habían asignado el 12C,
asiento de pasillo. En otras circunstancias habría intentado cambiarlo, le
gustaba viajar en ventanilla, pero en aquel momento el hastío y la frustración
que sentía hacía que todo le diera igual. Sólo quería llegar cuanto antes a su
destino, darse un baño caliente y llamar a su familia. Hacía mucho tiempo que
no hablaba con sus padres y, por alguna razón relacionada con la noche pasada,
sentía unas ganas inmensas de hablar con su madre. Pensó por un momento en
intentar seducir a alguna mujer, pero deshecho rápidamente la idea. Iba a dejar
por algún tiempo las conquistas nocturnas y plantearse seriamente si seguía
mereciendo la pena seguir con ellas.
La
cabeza de Hugo iba a estallar. Demasiadas emociones trataban de tener prioridad
de atención y se estaba produciendo un pequeño atasco en su mente. Cerró los
ojos un momento y trató de relajarse. De repente tuvo una maravillosa idea.
Abrió el compartimento superior y sacó de su maletín una de las horrorosas
novelas que trataba de vender por medio mundo. Leyó el título “La Campana de
Abeerden”. “Perfecto”, pensó para sí mismo, el título no podía ser más
desesperanzador y lo que necesitaba en ese momento era tener la cabeza ocupada
en cualquier cosa menos en sus propios pensamientos. Dio la vuelta al libro y
echó un ojo a la contraportada.
La
vida del viejo capitán McArthur no había vuelto a ser la misma desde que perdió
a parte de su tripulación en el mar. La culpa había sido del desconocido pero
ssanguinario calamar gigante, el último monstruo de las profundidades. Cinco
años después, el capitán McArthur y su nueva tripulación se embarcan en La
Campana de Aberdeen, un barco construido
con una única intención: dar caza al despiadado calamar gigante en una aventura
sin parangón en la historia del Mar del Norte.
Hugo
no podía cree que alguien hubiera sido capaz de escribir semejante bazofia y
que, aún peor, alguien en su empresa hubiera dado el visto bueno para
publicarla. En todo caso, daba igual. Necesitaba reducir sus ondas cerebrales y
el despiadado calamar gigante iba a ser el remedio perfecto.
Hugo
se disponía a leer la primera frase cuando la voz del sobrecargo avisó a los
pasajeros que se abrochasen los cinturones mientras el avión se encontraba en
pista. Hugo resopló e intentó comenzar el libro que tenía entre manos. Una
azafata se acercó a llamarle la atención.
-
Señor, le recuerdo que tiene que abrocharse el
cinturón, ¿Señor?
Aquella
palabra, recuerdo penetró en los oídos de Hugo como un cuchillo ardiendo. Recuerdo. Con más terror que intriga,
Hugo levantó lentamente su cabeza. Siguió en dirección ascendente aquel
contorno humano sospechosamente familiar con uniforme de auxiliar de vuelo mientras
su corazón comenzaba a latir como si quisiera escapar de su pecho. Obedeciendo
una fuerza invisible, Hugo alzó su cuello y plantó sus ojos en los de aquella
azafata que le miraba igualmente horrorizada. Sus sospechas iniciales se habían
cumplido y su gesto no podía estar más desencajado. La azafata le siguió
mirando con pánico unos segundos y siguió el recorrido del pasillo sin
pronunciar una palabra. Hugo se quedó unos momentos en blanco y, tragando
saliva volvió la vista a su libro. Comenzó a leer el primer párrafo.
El capitán McArthur soñaba con el calamar
gigante en las frías noches de invierno y en las no tan frías noches de verano.
Soñaba a todas horas con darle muerte, sin saber que su destino final era el de
convertirse en el cazador cazado…
FIN.
Sucre. Junio de 2013
jueves, 21 de marzo de 2013
La Debacle de la Primavera - Primera parte, Madrid-Bilbao
Víctor
miró de reojo la pierna de Rebeca. Ascendió la mirada sutilmente hasta alcanzar
el límite de su falda verde, la cual formaba un pliego casi imposible a pocos
centímetros de su cintura. Rebeca se dio cuenta de la indiscreción de Víctor, y
con un gesto pícaro, mordiéndose lentamente sus labios, alejó su cuerpo hacia
la ventanilla contraria a la de Víctor para dejar visible un poco más de
aquellas piernas recién depiladas. Víctor contuvo la respiración un segundo y
disfrutó de aquella visión. Levantó su vista lentamente, haciendo un escáner al
cuerpo de Rebeca, sabiendo que ella estaba igualmente disfrutando con aquel
reconocimiento anatómico totalmente indiscreto. Se apartó lentamente el
brillante pelo ondulado castaño abriendo aún más sus labios, luciendo una
perfecta sonrisa que aumentaba al tiempo que Víctor ascendía en su particular
estudio del cuerpo femenino. El top blanco que llevaba puesto parecía contener
con dificultad aquellas formas perfectamente cinceladas. La temperatura del viejo
Ford Mondeo parecía haber aumentado unos cuantos grados, aumentado la presión
sanguínea de aquellos cuerpos en plena efervescencia de comienzos del verano.
Los ojos de Víctor estaban comenzando a toparse con la casi insultante
perfección del busto de Rebeca cuando la puerta del conductor se abrió
repentinamente. Víctor apartó aparatosamente la mirada, fingiendo de manera
descarada que estaba mirando hacia otro lado, a un punto infinito del
horizonte, rompiendo a sudar por la tensión del momento. Rebeca le miró con
gesto divertido, pareciendo disfrutar del hecho de haber calentado como un
horno pirolítico a su compañero de viaje. El conductor entró sin ser consciente
del pequeño episodio de tensión sexual que había tenido lugar segundos atrás.
-
Joder, dos euros con quince por una Coca-Cola de medio, son unos jodidos
ladrones. La última vez que compro en una gasolinera.
- Ya
ha vuelto mi gruñoncito - Dijo Rebeca al tiempo que estiraba sus dos brazos a
ambos lados del cabecero, abrazando a Javi, quien acababa de sentarse al
volante. - Deja que te de algo mejor y más barato - Y haciendo un movimiento de
autentica contorsionista, Rebeca estiró su cuerpo para dar besar a Javi, que
disfrutaba de aquellos labios al tiempo que abría la Coca-Cola
Al
estirarse, Rebeca había puesto literalmente su culo a pocos centímetros de la
cara de Víctor, quien empezaba a sentir como le faltaba el aire. La corta falda
se había levantado lo suficiente para dejar al descubierto la totalidad de sus
piernas. Si tan sólo bajase la cabeza un par de centímetros, Víctor podría ver
que había debajo de aquella falda. Unos pocos centímetros... Víctor estaba
girando la cabeza lentamente a la izquierda...
De
repente el claxon comenzó a sonar con repetidas veces. Javi estaba como un puto
gorila apretando dando golpes contra el volante mientras chillaba como un loco.
Rebeca volvió a su sitio riéndose.
-
¡Nos vamos a París cabrones! - Dijo mientras sin parar de tocar la bocina. -
Nos vamos ¡Joder! que ganas. - Cariño - Dijo mirando a Rebeca por el retrovisor
- Asegúrate que Víctor lleva el cinturón, que nos vamos a meter un viaje de
puta madre, ¿no colega?.
- Sí
- dijo Víctor chocando la mano que le había tendido Javi, poniendo un gesto de
autentica resignación que Javi no pudo ver.
- ¡Espera!
- dijo Rebeca - Cálmate un poquito que nos dejamos a Santi.
Miraron
los tres hacía el lado izquierdo. Allí estaba Santi, sin camiseta, sentado un
banco del área de descanso anexa a la gasolinera. Tomando el sol con unas gafas
amarillas. Cutres, muy cutres, pensó Víctor, de las de tres euros del Pull and
Bear. Se va a quedar ciego el muy cabrón, se dijo entre dientes mientras bajaba
la manivela de la ventanilla
-
Tenemos que estar en Bilbao antes de la cena - Dijo Víctor a Santi - ¡Vístete
coño! que pareces un chapero barato después de una rave alemana.
Santi
le miró a través de las gafas de sol. Víctor estaba seguro de que no podía ver
una mierda a través de aquello. Aún así, Santi le miraba fijamente.
-
¿Tenemos cerveza? - Preguntó con sin mover un músculo
-
Nada de alcohol hasta que lleguemos a Bilbao, estoy hasta la polla de que me
toquéis los huevos cuando conduzco cuando vais borracho. ¿Sube cabroncete que
nos vamos! - Dijo Javi tocando el claxon de nuevo.
Santi
soltó una media sonrisa y sacó una petaca de su bolsillo. Dio un trago y
resopló con fuerza. Era un claro gesto artificial, provocativo. Rebeca comenzó
a reírse a carcajadas. Javi le miraba incrédulo.
-
¡Cabrón!, estoy orgulloso de ti. Por algo eres mi mejor amigo. ¡Sube ya! - Dijo
Javi mientras encendía la radio.
Santi
se montó en el asiento del copiloto y se puso la camiseta. Giró la cabeza y
miró a Víctor.
-
¿Un trago hermanito? - Dijo moviendo la petaca como si alegría.
Víctor
miró a Rebeca y esta le devolvió la mirada con una nueva mordida de labios,
está vez mucho más intensa.
-
¡Si coño!, dame un poco de eso - Y arrebatando con energía la petaca dio un
trago a conciencia, engullendo el líquido como un somalí en un campamento de la
Cruz Roja en época de sequía. La lengua de Víctor tardó unos segundos en
detectar aquel sabor agrio e intenso, casi indescriptible. Para cuando la
garganta comenzó a escocerle ya se había bebido un cuarto del contenido.
Con
la voz ronca, miró a su hermano y dijo. - ¿Pero que cojones es esta mierda?.
-
Jajajajaja, no me puedo creer que te lo hayas bebido, jajaja - Santi estaba
teniendo un ataque de risa y apenas podía articular las palabras. - Es mi
meado, jajaja, te acabas de beber mi meado.
No
dio tiempo a que Santi pronunciara la última palabra. Víctor ya había abierto
la puerta del coche y estaba vomitando una sustancia inquietantemente amarilla.
Rebeca y Javi lloraban de la risa, y Santi había sacado su móvil y estaba
grabando en video la culminación de la broma a su hermano.
-
Así, pequeño, así, échalo todo para papi, ¡sí señor!.
-
Anda vámonos - dijo Javi - y límpiate el jugo de polla de tu hermano -
Víctor,
totalmente desubicado, con los ojos como platos y la boca con restos de bilis,
cerró la puerta lentamente y fijó su mirada en el cristal de su ventana.
-
Vámonos - dijo con la voz entrecortada
- Ha
sido para mear y no echar gota - dijo Santi guardándose el móvil en el
bolsillo, justo antes de dar al botón de playa de la radio.
Sonaba
Taper Jean Girl de Kings of Leon, en el momento en el que volvían a la
autopista rumbo a Bilbao
viernes, 1 de febrero de 2013
Hotel Herzegovina - Final
Dedicado a Elsa, por animarme a que acabara este relato
Habían pasado 26 horas desde que Rodrigo había abandonado la falsa seguridad de su puesto de vigilancia en las montañas que circundaban Sarajevo. No había dormido, salvo el breve lapso en el que había estado inconsciente. Tal vez 20 minutos o más. La experiencia le decía que aquellos lapsos no solían ser duraderos. Pero no lo sabía con certeza
La noche había caído y la oscuridad era aún más oscuridad en una ciudad que había renunciado forzosamente a la iluminación artificial. Una luz era un síntoma de vida, y la vida había dejado de tener valor en medio de una guerra. Por tanto, la penumbra era uno de los mejores aliados junto con el silencio. Cuando Rodrigo alzó la mirada, el silencio le golpeó de lleno los sentidos. Le aturdió más que cualquier ruido atronador. Al despertar de un shock, esperas un ruido, un alboroto semejante al que estaba presente en el momento de perder la consciencia. Pero esa quietud auto-impuesta, como un castigo asumido a regañadientes, le acabó por desconcertar del todo.
Las sombras comenzaban a tomar forma y a perfilarse unas de otras. Lo que al principio era un bloque irregular que palpitaba entre suspiros, comenzó a desvelarse como un grupo de cuatro personas agazapadas y acurrucadas entre sí. Era Diana y aquella mujer con sus dos hijos. Más al fondo, unos metros más allá, se encontraba erguido, desafiante, el recepcionista del hotel. Sujetaba una pistola semiautomática entre sus manos, firmemente, dando golpecitos con el cañón a su cintura. Su dedo índice acariciaba el perfil del gatillo con satisfacción, sabedor del poder que entrañaba un simple gesto. Una pulsación de un dedo, una contracción de una falange y aquel arma metálica, fría, pondría fin a un hombre, vibrante, fuente de emociones y pensamientos, caliente.
Diana miraba a Rodrigo, pero Rodrigo había renunciado a mirar su cara. Aquella mujer, aquel bálsamo contra sus tormentos en aquella tormenta de dolor, se había convertido en la puerta al mismo infierno. Rodrigo lamentaba haber salido del refugio en medio de aquella lluvia de bombas. Se torturaba a sí mismo pensando en el riesgo estúpido que había corrido, deslizándose asustado por las calles del barrio de Petrovici buscando estúpidamente una cara entre la gente que huía apresuradamente en sus casas. Una lágrima se deslizó por su mejilla cuando recordó como había encañonado a aquella adolescente muerta del miedo, mientras gritaba desencajado el nombre de Diana, y como aquel cuerpo joven e inocente, se caía al suelo de rodillas en medio del llanto mientras señalaba la casa en la que ahora se encontraba. No paraba de pensar qué habría sido de aquella chica, llorando desconsolada, siendo presa del pánico en medio de aquel clima de terror, mientras las bombas rugían por todo el valle. Rodrigo rezaba porque aquella chica hubiera sacado fuerzas del fondo de su alma y hubiese corrido a resguardarse en alguna casa antes de que las explosiones o la metralla le hubieran alcanzado
Aquel dolor que sentía era, sin embargo, un alarido desesperado en el desierto. Su rabia contenida apenas rompía aquel silencio ensordecedor que se extendía por aquel sótano. Estaba sólo en aquel lugar del mundo. Nunca antes jamás había estado tan sólo como en aquel momento. Había desertado de su propio ejército para meterse el solo en la boca del lobo, cegado por el amor de una mujer que le había traicionado. Pensó en cómo se había anticipado a los acontecimientos. Si el no hubiera irrumpido en aquella casa, ¿cómo habría urdido Diana su plan?. ¿Qué es lo que aquellas personas querían?. ¿Dinero, sus armas, su pasaporte?. No era capaz de decidirse por una opción, y para su sorpresa, le daba absolutamente igual. Rodrigo llevaba meses en medio de aquella guerra, librada entre dos bandos cuyas lenguas, culturas e incluso intenciones desconocía. Estaba en medio de aquella tormenta sin saber apenas sus causas. Nunca se había hecho este planteamiento. Él era un trabajador de la guerra y no necesitaba saber sus causas para realizar la función que le habían encomendado. Él tenía que vigilar, informar y seguir vigilando. Tenía que disparar sólo si le disparaban. Tenía que correr de esquina en esquina huyendo de aquellos malditos francotiradores, que eran invisibles como la muerte que sembraban en cada encrucijada. Rodrigo llevaba meses viviendo aquello como algo normal, como una rutina diaria que tenía que cumplir sin discusiones. Se había convertido en un autómata sin alma, hasta que llego Diana. Por unos días volvió a sentir que su corazón latía por algo más que para bombear sangre. Había recuperado un motivo por el cual sobrevivir, más allá que por el propio instinto de supervivencia. Pero aquel salvavidas con cuerpo de mujer había acabado siendo lo peor que le había reportado aquella guerra sin sentido.
Rodrigo cerró los ojos un instante, y dejó que aquellos pensamientos reposasen tranquilamente en el limo de su alma. Miró un momento sus manos, llenas de grietas y heridas, totalmente desgastadas. Miró aquellas esposas que mantenían sus manos unidas y pensó en lo absurdo que era aquel objeto. Un simple objeto de hierro, formado por dos grilletes y una cadena. Un simple pedazo de metal que, irónicamente, tenía un poder tan simbólico como ficticio. Aquellas esposas no le retenían en ninguna parte, era su idea de sentirse cautivo la que hacía que permaneciese clavado en aquel rincón.
Rodrigo no vaciló. Se levantó lentamente y, sin levantar la vista de las esposas comenzó a caminar hacia las escaleras que daban acceso a la planta superior. Andaba sin mirar aquellas esposas, como si fijar la vista en ellas alimentase la idea de que era más libre que nunca. Cuando comenzó a ascender las escaleras fue consciente por primera vez de los gritos que llevaba un rato dando el recepcionista. El volumen de los gritos debía de ser ensordecedor pero el lo escuchaba como a mil kilómetros de distancia. Siguió subiendo con paso firme y en algún momento debió sentir el cañón de aquella pistola punzándose en su nuca, pero no le importaba. Seguía subiendo cada vez con paso más decido. No podía creerse lo que estaba haciendo. Quizá el recepcionista tampoco daba crédito a la seguridad con la que Rodrigo estaba dirigiendo a la calle y por eso decidió desistir en su esfuerzo. Dejó de gritarle en aquel idioma ininteligible y miró absorto, en silencio, como aquel soldado español desaparecía en la oscuridad de la noche
Rodrigo llegó a la calle y el frío helado le hizo padecer un escalofrío. Era el primer sentimiento que tenía desde aquella extraña Epifanía en el sótano. Respiró hondo y exhaló un halo de aire que se convirtió en vaho al contacto con la atmósfera fría. Miró como ascendía el aire que había salido de sus adentros y decidió seguir aquella la dirección del viento. Con una sonrisa plena en los labios y con las manos entrelazadas, Rodrigo decidió que pasase lo que pasase, en medio de aquella guerra absurda, el ya había cumplido con su trabajo.
---- Fin ---
Gracias a Álvaro, Jose Luís, Elsa, Willy y Paola por leer y ayudarme en la elaboración de esta pequeña historia
Suscribirse a:
Entradas (Atom)