Madrid, Parque del Retiro, tres años antes
El sol primaveral hizo que Rodrigo se quitara la sudadera y se quedara por primera vez en camiseta corta desde que acab el invierno. Estaba sentado en un banco, observando el Palacio de Cristal, mirando sin interés a los patos que nadaban despreocupadamente en el pequeño estanque. La claridad se filtraba entra las ramas de los árboles y al fondo, unos niños jugaban al fútbol en un campo improvisado con sus chaquetas. Aquel era el rincón preferido de Rodrigo, en una ciudad que comenzaba a odiar. Era un día idílico, sin embargo, Rodrigo estaba abatido. Su mirada se perdía entre aquella belleza y apenas sentía aquellas manos que estaban apretando las suyas.
- Rodrigo. - Aquella voz sonaba cálida, casi persuasiva. - No tienes por qué hacerlo.
Rodrigo giró su cabeza y la observó. La melena rubia de Lucia brillaba como si fuera de oro al contacto con los rayos del sol. Su mirada, azul intensa, le penetraba sus pupilas hasta los más profundo de su ser. Tenía una expresión firme, paciente, como la de una madre que espera que su hijo acabe de llorar para consolarle. Sin embargo la decisión que había tomado Rodrigo era inamovible. Ni siquiera Lucia le podría hacer cambiar de ida.
- Tengo que hacerlo. Ya no hay vuelta atrás. - Contestó laconicamente
- ¡Pero te matarán! ¿Has pensado en eso? ¿Has pensado en tu vida, en la nuestra?. - Los ojos de Lucia habían comenzado a cristalizarse. Sus palabras se habían convertido en súplicas desesperadas al ver que Rodrigo apenas reaccionaba.
Rodrigo meditó un momento en la idea de la muerte. <Quizá me lo merezco>, pensó para sí mismo. <Merezco morir> se repitió para sí. La idea del suicidio repugnaba a Rodrigo. Rechazaba radicalmente en herirse a sí mismo. Pero, en lo profundo de su ser, sabía que su vida había dejado de tener sentido. Si era otro el que tenía que apretar el gatillo, si era un extraño el que debía poner fin a su existencia, entonces sería decisión del destino. Él había tirado la toalla, y no pensaba recogerla.
- Rodrigo. - Prosiguió Lucia intentando calmarse. - Piensa en nosotros, no es el fin de nada. Tenemos aún muchas opciones. Hay nuevos tratamientos... tenemos la alternativa de irnos fuera. No pienses en lo peor. No es el fin de nada cariño. Podemos superar esto juntos. Por favor, quédate conmigo.
- Ya nada va a ser igual. - Dijo Rodrigo con una frialdad que dejó petrificada a Lucía. - Todo ha cambiado. Ya no te puedo ni siquiera mirar a los ojos.
- Rodrigo escúchame. - Lucia tomó aliento, sabiendo que sus últimas palabras iban a ser un órdago en toda regla. - Si te vas, no me volverás a ver en la vida, ¿me escuchas?. No volverás a saber de mí jamás, ¡nunca!.
- Si tienes que ser así. - Y nada más terminar la frase se puso de pie y comenzó a andar por la senda que bordea el estanque.
El rostro de Lucia se inundó en lágrimas. Sabía que su arriesgada jugada había salido mal y estaba viendo impotente como el hombre de su vida se alejaba ajeno a su sufrimiento. Gritó a la desesperada, incapaz de contener el llanto que la asolaba.
- ¡Rodrigo no tienes que demostrar nada a nadie!. ¡No eres menos hombre por no tener hijos!. ¡Hacerte soldado no te va a curar!. - Sus gritos hicieron que los niños dejasen de jugar para observar la escena . - ¿Me escuchas?. ¡El ejército no te va a dar hijos!, ¡No hagas locuras por Dios, no me dejes sola!. - La última frase apenas pudo salir de su boca. Pero era inútil. Rodrigo seguía caminando con paso firme sabiendo que sus sueños de tener una familia se habían esfumado. Con las manos metidas en los bolsillos apretaba con furia los dos papeles que le habían cambiado su vida en tan sólo una semana. La carta de admisión de la Escuela de Infantería de Zaragoza, y los análisis de fertilidad, en los que le declaraban estéril.
Sarajevo, Distrito de Petrovici, en la actualidad
Rodrigo seguía tumbado con la mano en el vientre de Diana. Aquella cara angelical seguía mirándole con dulzura, pero él estaba totalmente desencajado. Su corazón comenzó a latir desbocadamente dentro de su pecho. <¿Quién era aquella gente?>, se preguntó para sí mismo. Miró al hermano de Diana y este le devolvió el gesto con una mirada de aprobación. Se fijó detenidamente en sus rasgos y luego volvió a fijarse en Diana. Aquellas dos personas tenían facciones radicalmente distintas. Diana era una persona menuda, con los labios finos, la nariz puntiaguda y los ojos verdes. Su cara era pálida y y sus rasgos afilados. Su hermano era grande, con la piel oscura y curtida. Los labios eran grueso al igual que el resto de sus facciones, mucho redondeadas, con una nariz ancha y los ojos claros, probablemente grises.
Rodrigo estaba comenzando a sentirse abrumado. Diana seguía mirándole fijamente, con un gesto poco natural, casi burlón. Rodrigo respiraba aceleradamente. Miró a la cuñada de Diana, demasiado joven para tener dos hijos. Y aquellos hijos, tan diferentes el uno del otro, tan... poco complementarios.
Rodrigo sintió súbitamente la necesidad de huir de aquél lugar. Algo en su interior había dado la voz de alarma. La mano de Diana que le tenía agarrado, había dejado de ser una mano cálida y segura, y ahora la sentía como un elemento extraño que le estaba reteniendo en un sótano oscuro y olvidado de la mano de Dios, en una ciudad que estaba siendo bombardeada en medio de los Balcanes.
No dudó un segundo, se puso en pie con un movimiento brusco y echó mano a su cartuchera. Rodrigo se dispuso a desenfundar su pistola pero su mirada se oscureció lentamente. No se percató de lo que pasaba hasta que su cráneo no golpeó el suelo. Con la mirada engrisecida, consiguió ver una imagen que le aterrorizó antes de desmayarse. El supuesto hermano de Diana le miraba con una mirada de triunfo, mientras limpiaba la sangre de su llave inglesa.
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