Indomable cautiva, guerrera aprehendida.
Malsonante arritmia de cien corazones.
Desbocado paisaje de ensueño.
Libertad asumida, de quien no tiene dueño
Ardiente sinfonía de cien tempestades.
Equilibrios en la línea del horizonte.
Oleaje seco de mares en calma.
Viajera del rumbo de los polizontes.
El termómetro que días atrás había puesto en el alfeizar de mi ventana marcaba -8ºC, -9 cuando el mercurio retumbaba al paso del trolubús que paraba bajo mi ventana. Budapest llevaba nevado tres días y la ciudad parecía que había retrocedido a otro tiempo. Yo llevaba tres días sin salir de casa, nada más que por las noches para refugiarme en los bares de los sótanos de la Calle Baross, a dos paradas de tranvía de mi casa. Los días, los pasaba entre una mezcla de añoranza y tranquilidad, alimentándome a base de pasta, café, cerveza e ibuprofeno. Solía acurrucarme en mi cama, guardando mis manos dentro de mi forro polar rojo y cubierto con una manta, mirando cómo la vida húngara transcurría al otro lado de la ventana. Era mágico a la vez que desconcertante. Yo me encontraba allí, escuchando canciones de Oasis y de Yann Tiersen, con una tazá de café caliente en mi mano, viendo como se desarrollaba una vida que debía estar viviendo ajena a mí pero a la vez tan cercana. Tan sólo a unos metros estaba aquella gente, con su idioma ininteligible, sus costumbres, sus risas por gracias que jamás llegaría a entender. Estaban allí a tan solo unos metros esperando el trolebús pero parecían como a mil kilómetros de distancia, como si estuvieran en una pantalla de televisión. Me había creado un cálido mundo y confortable, lleno de música, cerveza y cafeina que tan sólo se difuminaba cuando observaba la temperatura en el termómetro al otro lado del cristal.
Al tercer día, marcaba -12ºC. Nunca jamás había estado en un lugar tan frío, y tenía que experimentarlo. Ese día, me di una buena ducha por la mañana, mientras cantaba una canción de Los Planetas. Me sequé bien el pelo y me vestí. Bajo los vaqueros me puse unas mallas, no quería quemarme la piel fría al roce de la tela vaquera. Me puse una camiseta térmica, el forro polar, un jersey y mi abrigo. Cogí una bufanda, un gorro de lana y unos guantes y salí a la calle. Al cruzar el umbral del portal, el frío me golpeó el poco espacio descubierto de mi cara, como si la realidad tuviera manos de hielo. Ya era uno más de ellos. Caminé a lo largo de mi calle, Dohany Utca, hasta su inicio. Allí se encuentra la Sinagoga de Budadest. Vi a un par de niños judíos jugando con la nieve, les miré con una ternura distante y seguí caminando. Llegué a la zona turística de las calles a las orillas del río Danubio. El ajetreo era constante. Hordas de turistas se resguardaban del frío entrando de tienda en tienda. El murmullo era generalizado y una nube formada por los alientos humanos se iba renovando constantemente a pocos metros de las personas. Miraba todo aquello con una indiferencia fascinante. Yo era un elemento más de aquella de ciudad, era un pequeño tótem de tela de abrigo, con los hombros encogidos y la nariz pegada al pecho, mirando todo aquello y tiritando de frió.
Decidí dejar aquella zona y cruzar el río hacía la parte de Buda, mucho más histórica y mucho más masificada de turistas curiosos. Siempre me gustó Buda, si tuviera que vivir un largo periodo de tiempo en aquella ciudad sin duda escogería Buda. La parte de Pest es el corazón de la ciudad, es ruidosa, turbia, señorial a la vez que decadente. Es sublime pero desgastada. Los bares sórdidos, las discotecas, la suciedad, las corrientes de gentes, las calles con aire soviético, todo ello habita en Pest. Buda, por otra parte, es la elegancia. Es la señora que mira altiva desde su trono a sus hijos traviesos al otro lado del río. Buda es tiene un ambiente que no he podido encontrar en ninguna otra capital europea. Es una personalidad única, que se puede ver en cada fachada de edificio, en la actitud de sus habitantes. Es la voz dulce de uan cantante de jazz, que te envuelve los sentidos mientras te tomas una buena copa de vino en un local con clase.
Crucé el Puente de las Cadenas asediado por las parejas y grupos que buscaban un fotógrafo de un solo click. Me tuve que detener tres o cuatro veces hasta que conseguí llegar a la otra orilla. Una vez allí, aproveché que el autobús 16 acababa de detenerse en su parada y subí a la zona del Castillo. Pocas vistas en el mundo hay tan sobrecogedoras que las que se tienen desde allá arriba. Describirlo sería como intentar explicar la luz en un cuadro de Caravaggio, como intentar transmitir los sentimientos que produce la el preludio de la Suite para cello de Bach. Estar allí arriba es música a través de los ojos y belleza a través de los oidos. El frío gélido despareció durante los minutos que pasé contemplando aquella ciudad destruida y reconstruida a través de los tiempos. Una ciudad herida de muerte tantas veces como veces resucitó de sus cenizas para ser aún más esplendorosa que antaño. Fue una de las muchas catarsis que tuve en Budapest los 10 meses que viví y pensé en sus entrañas.
El móvil sonó justo cuando me despedía de aquel paisaje. Habíamos quedado en algunos minutos en una cervecería turbia y ruidosa cerca de mi casa, en la calle Dohany. Deshice el camino y volví justo en el momento en el que mis amigos estaban entrando apresuradamente en aquel antro huyendo de las garras del frío. Entré con un sentimiento de satisfacción y victoria, y mientras me desprendía de varias capas de abrigo pedí un cerveza. Brindé por aquel día que aún recuerdo con un cierto escalofrío en mi carne, tal vez por el recuerdo de haber vivido el día más frío en mi vida, tal vez por haberme sentido increíblemente cálido.
A solas, te prendo como el fuego de verano
Juntos, remamos en distintos oleajes.
Y te desahogas, me chillas con tu voz oprimida
Diciéndome que fue en balde todo el viaje
¿Acaso no has visto mis cicatrices?
¿Acaso es el fracaso un sabor digerible?
Si vivieras un minuto más de lo vivido a mi lado,
tal vez entenderías lo que viste
La rabia es una bandera blanca en esta guerra,
Nuestro amor pretérito y confundido, los soldados.
Y si te olvidas, por un segundo, de las fronteras
Déjame que te recuerde lo perdido con mis labios
Insultantemente osados
son los látidos anárquicos,
desbocados y embravecidos,
que emite mi corazón envilecido,
por la droga que surge de tus labios,
que tiene secuestrados mis sentidos.
Soy un preso del lenguaje de tus ojos.
Soy un héroe derrotado por tus hechizos.
Soy el dueño de una razón que se equivoca,
si me dice que me has enloquecido
Quiero dedicar esta entrada a Álvaro Pujol, cuyos consejos entre vasos de whisky me ayudaron a matizar y perfeccionar algunos aspectos de esta historia.
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La recepción estaba vacía a excepción de recepcionista, que distraído y algo aburrido archivaba algunos documentos en una desgastada carpeta color marrón. Apenas se percató de la presencia de Rodrigo hasta que su olor corporal, fruto de una mezcla de cansancio y sufrimiento, le atizó su olfato. Levantó la mirada y descubrió aquella cara de rasgos mediterráneos totalmente desgastada. Apenas quedaba brillo en sus ojos y la piel parecía sucia y erosionada, como una piel de cuero mal curtida. Aquel hombre apenas debía superar la cuarentena, pero el recepcionista tenía la impresión de estar ante una persona que venía de vuelta de la vida y aún le quedaban un par de billetes de ida y vuelta en la cartera. Cualquier otro empleado de hotel, en otras circunstancias y en otro lugar del mundo, se habría cuánto menos escandalizado ante aquella visión. Pero aquel no era un hotel ni un lugar en el mundo cualquiera. Aquel recepcionista aburrido y meditabundo llevaba meses viendo a personas similares acercarse hasta su mostrador en mitad de la noche. La gran mayoría traían la misma expresión en sus rostros. Caras que habían sentido el calor del mismo infierno, y que ahora suplicaban con su mirada un lugar para descansar, aunque fuera en aquel rincón inmundo del centro de Sarajevo. El recepcionista había aprendido a tener mano izquierda con aquellos soldados. Sabía que debía atenderles rápidamente y sin hacerles demasiadas preguntas. Muchos de ellos venían borrachos y furiosos y buscaban cualquier excusa descargar su ira con quien fuera. Eran bombas humanas de relojería y sólo necesitaban la más mínima chispa para prender su mecha.
El recepcionista miró a Rodrigo e intuyó que aún no estaba borracho pero que sin duda necesitaba estarlo pronto. El alcohol escaseaba en la ciudad, pero aquel recepcionista había establecido una interesante red de contactos que le proporcionaban ingresos paralelos a su maltrecho salario. A cambio de dejar habitaciones por horas para satisfacer fogosos arrebatos de pasión y de entregar aquellas prendas de ropa que misteriosamente desaparecían en las estancias de los huéspedes, el recepcionista obtenía a cambio botellas de licor y cigarrillos. No era mucho, ni el suministro era fluido, pero sabía que aquellos hombres atormentados no miraban su economía cuando se trataba de adormecer sus conciencias con un poco de nicotina y alcohol.
Rodrigo esperaba pacientemente a que el recepcionista terminase de cerrar aquella carpeta marrón. Tras apretar las gomas que cierran las solapas, el recepcionista, le echó una mirada rápida y escurridiza y entregó un formulario que sacó diligentemente de debajo del mostrador. Rodrigo le echó un vistazo rápido. Era un registro estándar de ingreso, mal traducido en inglés. Rodrigo soltó un suspiro de cansancio y miró con desdén al recepcionista. Acto seguido puso sobre el mostrador su pasaporte y un billete de 10 dólares. Quería irse a la cama y lo último que deseaba era perder el tiempo rellenando un estúpido registro que acabaría olvidado en el mismo cajón del que había salido.
Esa fue la señal que estaba esperando el recepcionista para iniciar sutílmente su dudoso negocio. Guiñó confidentemente un ojo a aquel soldado al tiempo que recogía su pasaporte y guardaba el billete de 10 en el bolsillo de su camisa. Se giró para coger la llave de la habitación 312 del cajetín y al ponerse de frente a él de nuevo inició la conversación en un inglés bastante bien trabajado.
- There is no minibar at the room, sir - Dijo en un tono que sonaba forzosamente lastimero.
Rodrigo volvió a resoplar, esta vez más fuerte. Tenía una gran jaqueca y un dolor insoportable en su brazo izquierdo, y lo único que quería era una ducha y unos cuantos tragos.
- But I have a solution for that. - Continuó el recepcionista bajando la voz suavemente, como quien quiere contar un secreto. Sacó una pequeña llave del bolsillo, mostrándosela a Rodrigo como si quisiera dar mayor interés a aquel acto escénico medidamente preparado que tantas veces había hecho anteriormente. El recepcionista se agachó y desapareció de la vista de Rodrigo. Pudo oír como una cerradura se abría y se volvía a cerrar casi al instante. El recepcionista reapareció con una botella de Ginebra Gordon´s entre sus manos, haciendo un gesto como el del mago que consigue hacer aparecer un conejo del sombrero. La cara de Rodrigo se iluminó repentinamente. Miraba a la botella como un niño mira un juguete a través de un escaparate. Fijo sus ojos en los del recepcionista, en gesto universal de quien quiere saber el precio del objeto que tiene delante.
- Only for you, Sir. Only for especial guest. - dijo el recepcionista girando lentamente la botella sobre sus ejes para que Rodrigo viera con claridad la etiqueta de la botella. - Only 50 Americans Dolars, sir. Very good offer, Sir.
Cincuenta dólares por una ginebra de segunda categoría era un abuso. Pero cuando estás corriendo entre balas y explosiones y vives con el corazón a su máximo rendimiento por la incertidumbre que supone bagar entre francotiradores invisibles, cualquier precio parece adecuado ante una dosis generosa y balsámica de alcohol.
Rodrigo sacó dos billetes de 20 y otro de 10 y los arrojó sobre el mostrador al tiempo que apresaba la botella entre sus manos para observarla más de cerca. No fue un gesto de desprecio, más bien era de desesperación por llevarse aquel líquido a su estómago. El recepcionista recogía los billetes con una mueca de satisfacción.
- Sir .- Dijo aún recogiendo el dinero. - I know some ladies, bosnian girls, very good girls and very good price. Do you want any girl tonight?. - Tuvo que alzar la voz de la pregunta para captar la atención de Rodigro. Éste se giró y respondió sin vacilar.
- No, I´m waiting for a friend. Her name is Diana. Please tell her where my room is.
El recepcionista hizo el gesto del saludo militar en señal de que lo había entendido. Rodrigo le hizo un gesto de afirmación con la cabeza y se dirigió escaleras arriba con la botella aún agarrada entre sus dos manos. El recepcionista vio como la figura de aquel soldado se alejaba piso arriba y se dispuso a rellenar el formulario con los datos que había en el pasaporte. Una vez hubo acabado, se dispuso a guardar en formulario en la vieja carpeta marrón cuando la puerta del hotel se abrió.
Diana entró en el pequeño vestíbulo con paso decidido mientras se hacía dos coletas en el pelo. El recepcionista le miró con un gesto decidido, extremadamente serio. Diana le devolvió la mirada con cierta agresividad, en un tono desafiante. Cuando pasó al lado del mostrador, el recepcionista le agarró con fuerza de su brazo y la acercó violentamente la cabeza de diana hasta su boca. Sus labios casi entraban en contacto con el lóbulo de su oreja. <ya sabes lo que tienes que hacer>, le dijo tajantemente. Diana se zarandeó y se soltó de su brazo en un movimiento brusco. Le miró con una mezcla desprecio, miedo y respeto. Esta vez fue ella quien se acercó a su oído. <Lo sé, hijo de puta, dime en que habitación está>. El recepcionista le dijo el número y soltó una carcajada macabra mientras Diana subía las mismas escaleras que había subido Rodrigo minutos atrás. Entre la penumbra, el recepcionista pudo ver como Diana cambiaba forzadamente su rostro para parecer una persona asustadiza y desvalida.
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Un líquido tibio cayó sobre la cara de Rodrigo, que seguía tendido en el suelo del sótano con un dolor de cabeza como nunca antes había sentido. Levantó levemente su cabeza y noto como su pelo estaba húmedo, seguramente por la sangre que había emanado de la herida de su cabeza. Aunque su visión estaba borrosa, reconoció perfectamente la etiqueta amarilla de la botella cuyo contenido acababa de ser vertido sobre su rostro. Era la etiqueta de Gordon´s.
- Good price! - dijo aquella voz cuya familiaridad empezaba a atizar la memoria de Rodrigo - Very good price, cabrronn!.- Dijo esto último en un castellano forzado y balcanizado. Aquella voz comenzó a reirse a carcajadas que retumbaron en toda la habitación. El eco de aquella risa malvada fue demasiado para Rodrigo, quien notó como su tensión comenzaba a menguar, en el instante justo en el que se volvió a desvanecer
Ya se ha apagado el sonido de las calles
y han cesado los gritos que clamaban Revolución.
Sólo queda, la furia contenida de las voces resentidas,
de las personas que abandonan cualquier ambición.
Y yo te pregunto:
¿Acaso no son mas mas amargas las ideas abandonadas?
¿Acaso no son mas agradecidas las cicatrices de las hostias que te da la vida que recuerdan cómo aprender de nuestro dolor?
La fuerza, que emana de un alma embravecida
no entiende de fronteras, no entiende de despedidas.
Y la soberbia, de quién sabe que está ganando una causa perdida,
es el único recuerdo que perdura, en una Historia convaleciente y dolorida
El sol primaveral hizo que Rodrigo se quitara la sudadera y se quedara por primera vez en camiseta corta desde que acab el invierno. Estaba sentado en un banco, observando el Palacio de Cristal, mirando sin interés a los patos que nadaban despreocupadamente en el pequeño estanque. La claridad se filtraba entra las ramas de los árboles y al fondo, unos niños jugaban al fútbol en un campo improvisado con sus chaquetas. Aquel era el rincón preferido de Rodrigo, en una ciudad que comenzaba a odiar. Era un día idílico, sin embargo, Rodrigo estaba abatido. Su mirada se perdía entre aquella belleza y apenas sentía aquellas manos que estaban apretando las suyas.
- Rodrigo. - Aquella voz sonaba cálida, casi persuasiva. - No tienes por qué hacerlo.
Rodrigo giró su cabeza y la observó. La melena rubia de Lucia brillaba como si fuera de oro al contacto con los rayos del sol. Su mirada, azul intensa, le penetraba sus pupilas hasta los más profundo de su ser. Tenía una expresión firme, paciente, como la de una madre que espera que su hijo acabe de llorar para consolarle. Sin embargo la decisión que había tomado Rodrigo era inamovible. Ni siquiera Lucia le podría hacer cambiar de ida.
- Tengo que hacerlo. Ya no hay vuelta atrás. - Contestó laconicamente
- ¡Pero te matarán! ¿Has pensado en eso? ¿Has pensado en tu vida, en la nuestra?. - Los ojos de Lucia habían comenzado a cristalizarse. Sus palabras se habían convertido en súplicas desesperadas al ver que Rodrigo apenas reaccionaba.
Rodrigo meditó un momento en la idea de la muerte. <Quizá me lo merezco>, pensó para sí mismo. <Merezco morir> se repitió para sí. La idea del suicidio repugnaba a Rodrigo. Rechazaba radicalmente en herirse a sí mismo. Pero, en lo profundo de su ser, sabía que su vida había dejado de tener sentido. Si era otro el que tenía que apretar el gatillo, si era un extraño el que debía poner fin a su existencia, entonces sería decisión del destino. Él había tirado la toalla, y no pensaba recogerla.
- Rodrigo. - Prosiguió Lucia intentando calmarse. - Piensa en nosotros, no es el fin de nada. Tenemos aún muchas opciones. Hay nuevos tratamientos... tenemos la alternativa de irnos fuera. No pienses en lo peor. No es el fin de nada cariño. Podemos superar esto juntos. Por favor, quédate conmigo.
- Ya nada va a ser igual. - Dijo Rodrigo con una frialdad que dejó petrificada a Lucía. - Todo ha cambiado. Ya no te puedo ni siquiera mirar a los ojos.
- Rodrigo escúchame. - Lucia tomó aliento, sabiendo que sus últimas palabras iban a ser un órdago en toda regla. - Si te vas, no me volverás a ver en la vida, ¿me escuchas?. No volverás a saber de mí jamás, ¡nunca!.
- Si tienes que ser así. - Y nada más terminar la frase se puso de pie y comenzó a andar por la senda que bordea el estanque.
El rostro de Lucia se inundó en lágrimas. Sabía que su arriesgada jugada había salido mal y estaba viendo impotente como el hombre de su vida se alejaba ajeno a su sufrimiento. Gritó a la desesperada, incapaz de contener el llanto que la asolaba.
- ¡Rodrigo no tienes que demostrar nada a nadie!. ¡No eres menos hombre por no tener hijos!. ¡Hacerte soldado no te va a curar!. - Sus gritos hicieron que los niños dejasen de jugar para observar la escena . - ¿Me escuchas?. ¡El ejército no te va a dar hijos!, ¡No hagas locuras por Dios, no me dejes sola!. - La última frase apenas pudo salir de su boca. Pero era inútil. Rodrigo seguía caminando con paso firme sabiendo que sus sueños de tener una familia se habían esfumado. Con las manos metidas en los bolsillos apretaba con furia los dos papeles que le habían cambiado su vida en tan sólo una semana. La carta de admisión de la Escuela de Infantería de Zaragoza, y los análisis de fertilidad, en los que le declaraban estéril.
Sarajevo, Distrito de Petrovici, en la actualidad
Rodrigo seguía tumbado con la mano en el vientre de Diana. Aquella cara angelical seguía mirándole con dulzura, pero él estaba totalmente desencajado. Su corazón comenzó a latir desbocadamente dentro de su pecho. <¿Quién era aquella gente?>, se preguntó para sí mismo. Miró al hermano de Diana y este le devolvió el gesto con una mirada de aprobación. Se fijó detenidamente en sus rasgos y luego volvió a fijarse en Diana. Aquellas dos personas tenían facciones radicalmente distintas. Diana era una persona menuda, con los labios finos, la nariz puntiaguda y los ojos verdes. Su cara era pálida y y sus rasgos afilados. Su hermano era grande, con la piel oscura y curtida. Los labios eran grueso al igual que el resto de sus facciones, mucho redondeadas, con una nariz ancha y los ojos claros, probablemente grises.
Rodrigo estaba comenzando a sentirse abrumado. Diana seguía mirándole fijamente, con un gesto poco natural, casi burlón. Rodrigo respiraba aceleradamente. Miró a la cuñada de Diana, demasiado joven para tener dos hijos. Y aquellos hijos, tan diferentes el uno del otro, tan... poco complementarios.
Rodrigo sintió súbitamente la necesidad de huir de aquél lugar. Algo en su interior había dado la voz de alarma. La mano de Diana que le tenía agarrado, había dejado de ser una mano cálida y segura, y ahora la sentía como un elemento extraño que le estaba reteniendo en un sótano oscuro y olvidado de la mano de Dios, en una ciudad que estaba siendo bombardeada en medio de los Balcanes.
No dudó un segundo, se puso en pie con un movimiento brusco y echó mano a su cartuchera. Rodrigo se dispuso a desenfundar su pistola pero su mirada se oscureció lentamente. No se percató de lo que pasaba hasta que su cráneo no golpeó el suelo. Con la mirada engrisecida, consiguió ver una imagen que le aterrorizó antes de desmayarse. El supuesto hermano de Diana le miraba con una mirada de triunfo, mientras limpiaba la sangre de su llave inglesa.
Si me preguntaran cuál es el peor sentimiento que puede sentir el hombre (no en sentido genérico, sino masculino), respondería, sin pensarlo un momento, la incertidumbre. La incertidumbre es una mano invisible que te agarra del cuello y te asfixia lentamente. La incertidumbre es un sentimiento macabro, cruel y repartido en pequeñas dosis pero de forma constante. Podría afirmar sin miedo a equivocarme, que la incertidumbre es el peor de los males, sobre todo si lo combinas con amor.
Porque amar a alguien, y no saber si es recíproco, o peor, amar con locura y que el opuesto esté vacunado a tus delirios, es una sensación recalcitrante. Como pequeñas gotas de ácido cayendo en un corazón ya de por sí herido.
Antes las cosas eran diferentes. Probábamos suerte, esperábamos, y recibíamos nuestra respuesta en un tiempo más o menos prudencial (o no recibíamos respuesta nunca). Pero siempre quedaba la duda de "¿le habrá llegado mi mensaje?". Pero ahora todo es distinto. Ahora tenemos móviles y tenemos Facebook y Twitter, y móviles que tienen ambas cosas. También tenemos la peor medicina para la locura de un hombre, que es el Whatsapp, y su obsceno mensaje de "Última vez conectado". No hay peor sensación de la de mandar un mensaje y ver como la persona aparece en línea y segundos después se vuelve a desconectar sin darte una respuesta. Lo peor, es que queda la evindencia de tu fracaso con tres palabras que penetran en tu alma como cuchillos calientes "Ultima vez conectado". Tocado y hundido.
La gran broma de todo esto es que tenemos la falsa apariencia de que somos libres. Libres para decidir qué ropa ponernos, libres para decidir qué amigos tenemos, si queremos beber alcohol o no, si queremos ser raperos, modernos o bohemios. Somos libres para elegir qué libros leer, qué carrera estudiar y qué ideas políticas cultivar. Pero lo más gracioso de todo esto, es que es una gran mentira orquestada por nuestra mente para hacernos creer que disfrutamos de un albedrío personal que simplemente no existe. No somos libres mientras haya otra persona que monopoliza nuestros pensamientos. Estamos simplemente encadenados a ella y lo peor esque nos atormentamos intentando averiguar si esa cadena seguirá allí o se romperá. Y eso, es la incertidumbre. La cruda y cruel incertidumbre.
Las manos de Diana temblaban. Miraba sus palmas, el anverso, sus finos dedos rematados en callosas yemas. Todo el conjunto temblaba. Trataba de abrir y cerrar los puños, sin obtener respuesta alguna. Presa del terror, sin comprender muy bien porque aquellas manos habían dejado de obedecer, Diana era incapaz de recibir ningún estímulo del exterior. Todo era una gran neblina gris, una gran eco ensordecedor que la aislaba del resto de la humanidad. A tan solo unos pocos metros, cerca de la puerta que daba acceso al pequeño jardín, su hermano le gritaba con toda su alma para que se refugiase dentro de casa, mientras sujetaba a su hijo pequeño en brazos y tiraba de su otra hija de la mano. Sin embargo, Diana sólo percibía una voz tenue dentro de aquel gran eco, como si viniera procedente de varios kilómetros de distancia. Solo tenía atención para aquellas y desgastados manos. Diana trataba de imaginar como eran esas mismas manos hace tan sólo unos meses, con la manicura hecha con esmero; y el esmalte francés sobre sus uñas, que su madre la había regalado en Navidades. Nada que ver con lo que veía en aquel momento.
El silbido que antecede la caída de un obús sacó súbitamente a Diana de su trance. Como si alguien hubiera decido repentinamente subir el volumen al mundo, Diana pegó un pequeño grito de espanto al percibir en un milésima de segunda el caos que tenía a su alrededor. Lo primero que hizo fue buscar con la mirada el origen de aquellos gritos desgarrados que la suplicaban que entrara dentro de casa. Se giró 180 grados y vio a su hermano, con medio cuerpo dentro de la casa, chillándole con lágrimas en los ojos, mientras su dos hijos estaban invadido por un llanto que reflejaba el miedo a lo que eran incapaces de comprender. Diana, se agachó a por la cesta llena de judías que había recogido de su pequeño huerto. Alzó la mano hacia el asa de la cesta de mimbre cuando una fuerza invisible la atizó con una fuerza que no había sentido antes en medio de un estruendo ensordecedor. El frágil cuerpo de Diana fue expulsado varios metros hacia atrás golpeando su espalda contra la verja de madera que marcaba el perímetro.
El obús había debido caer tan solo unas casas más allá de donde se encontraba Diana. En medio de una nube de polvo y cenizas que envolvía todo el ambiente. Diana intentó levantarse del suelo en medio de un gran dolor. Cerró los ojos un segundo y el resto de sus sentidos para detectar de donde venía aquel dolor. Afortunadamente únicamente recibía pinchazos de su zona lumbar, el resto de su cuerpo parecía intacto. Diana palpó rápidamente su cara, bajando por su cuerpo, su torso, su vientre, sus piernas, sin notar ningún foco de dolor. Luego miró sus aún temblorosas manos para comprobar con satisfacción que no había sangre en ellas. Diana entonces se derrumbó sobre la grava y se puso a reir. No era una risa de felicidad, era una risa histérica que salía de una mente y un cuerpo paralizado por el terror. La escena era macabra, en medio de una nube gris y sucia que lo invadía todo, el pequeño y delicado cuerpo pálido de Diana se convulsionaba por culpa de unas carcajadas histrionicas que se perdían entre los gritos, llantos, ecos de derrumbe y explosiones que recorrían todo el distrito de Petrovici.
Unos fuertes brazos recogieron con violencia a Diana del suelo y la llevaron al interior del hogar. Su hermano, desencajado por haberse encontrado a su hermana en ese estado pero feliz por descubrir que estaba ilesa, la llevo en brazos hasta el sótano donde ya se habían refugiado sus hijos y su esposa. Su hermano la recostó con cuidado en el suelo cubierto por mantas y cojines, mientras miraba a su mujer que le devolvía la mirada con incredulidad, como si aquellas carcajadas fueran parte de alguna broma cruel que no comprendía.
Con el sonido de la segunda explosión Diana dejó de reirse. El sonido de la bomba le recordó violentamente que Rodrigo estaba ahí fuera, expuesto al fuego enemigo. Se quedó un segundo muda y comenzó a hiperventilar. Fuerte, cada vez más fuerte, la respiración de Diana iba in crescendo al tiempo que su corazón se desbocaba en su pecho. De repente, se puso en pie con una velocidad increíble, sin importarle la punzada de dolor que recorrió de norte a sur su espalda.
- ¡Rodrigo! - Gritó con una desesperación que hizo que sus sobrinos volvieran a llorar. -¡Rodrigo!.- Chillaba dirección a las escaleras que daban acceso a la planta superior, como si su voz pudiera atravesar aquellas paredes, esquivar el infierno del bombardeo a Petrovici, y llegar, kilómetros más allá, hasta los oídos de su amado.
Su hermano y su cuñada la agarraron con fuerza de los brazos mientras ella continuaba gritando, cada vez menos fuerte, cada vez más consciente de que aquel hombre jamás la escucharía. No obstante, no dejó de repetir su nombre, aunque las lágrimas que asolaban sus mejillas hacían que en vez de una llamada, su voz sonase como una súplica inútil y desolada. Su familia seguía arropandola, abrazándola mientras le susurraban palabras cálidas, llenas de compresión. Pero Diana había vuelto al trance del que había salido tan solo unos minutos atrás. Miraba sus manos, como quien mira al misterio más grande de la humanidad. Era incapaz de hablar, de escuchar, incluso de pensar, lo único que era capaz de hacer era observar absortamente aquellas extrañas manos.
El bombardeo a Petrovici duró cerca de dos horas. Durante ese tiempo, Diana y su familia permanecieron inmóviles en el sótano. Diana sólo fue capaz de responder, cuando su hermano la obligó a tomarse una copa de coñac para calmar sus nervios. Lo bebió sin rechistar, necesitaba sentir la calidez del alcohol para sentirse más reconfortada.
La penumbra comenzaba a caer. Se intuía por las pequeñas claraboyas que daban al exterior y que daban una mortecina iluminación al sótano. El hermano de Diana decidió que era el momento de encender la pequeña lámpara de gas. El gas era un bien muy preciado en Sarajevo en aquellos días y aquella lámpara, con forma de candil antiguo, sólo se encendía en casos de emergencia. Sin embargo, lo más seguro era pasar la noche refugiados en el sótano, ya que el ejército serbio podría lanzar un nuevo ataque en cualquier momento. Cuando la llama comenzó a elevarse, la moral de Diana se recuperó milagrosamente. Era como si aquella luz amarilla llenase de energía. Diana se frotó los ojos, enrojecidos por sus llantos, y lanzó una tímida sonrisa a su familia. Éstos le respondieron con muecas de afecto. Sus sobrinos, que habían detectado la mejoría de su tía, se acercaron a su lado y la abrazaron. Ambos pusieron las manos sobre su regazo y la miraron con una cara que combinaba súplica y alegría. Diana sabía lo que le estaban pidiendo. Desde hace semanas, Diana había comenzado a cantar canciones de los Beatles para recuperar su inglés ya que era la única manera que tenía de comunicarse con Rodrigo. Por las tardes, si sus sobrinos había hecho las tareas, le cantaba una par de canciones con su voz suave y templada. Ahora, le reclamaban una nueva actuación
Diana les miró con con cariño y se mojó suavemente sus pequeños labios.
- Oh yeah! I'll tell you something, I think you understand. Well, I'll say that something, I wanna hold your hand. - Sus sobrinos sonrieron complacidos llegados a esta parte, ya que sabían que era su turno para hacer los coros. - I wanna hold your hand .- repitieron los tres a coro. - I wanna hol...
Un ruido atronador volvió a escucharse procedente del exterior. Diana abrazó fuertemente a sus sobrinos y miró espantada a su hermano. Sin embargo, el tenía una expresión diferente. Por su mirada, pudo dilucidar que no se trataba de una bomba, sino de un intruso. Alguién había irrumpido en su casa y ahora se encontraba en el piso de arriba.
Los cuatro permanecieron en silencio. Su hermano escrutó con la mirada el sótano y decidió agarrar una llave inglesa de grandes dimensiones. La sujetó fuertemente entre sus manos y clavó su mirada en las escaleras que daban acceso a la planta superior.
El sonido de la manivela abriéndose lentamente hizo que los corazones de Diana y su familia bombearan sangre y adrenalina a más de doscientas pulsaciones por minutos. El sonido de la puerta mal engrasada abriéndose lentamente inundó todo el sótano. El hermano de Diana bajó la intensidad de la llama hasta el mínimo y agarró con fuerza su improvisada arma. Su mujer permanecía detrás de el, agarrándole la espalda y mirando a sus hijos de manera desesperada, rezando porque las tropas serbias no fueran las que estaban ocupando la casa. Diana tenía la misma idea en su cabeza, y agarraba fuertemente los cuerpos de sus sobrinos, decidida a que les protegería con su vida si fuera necesario.
Por la abertura de la puerta, se coló un haz de luz que fue haciendose más ancho a medida que se abría la puerta. Una bota militar fue lo primero en asomarse por las escaleras. Las miradas de Diana y su hermano se cruzaron, y en ambos les quedó claro una idea: había que defenderse si fuera necesario. La otra bota militar, apareció para bajar al escalón inferior. Aquel soldado estaba bajando. Diana, puso sus manos en los ojos de sus sobrinos. Su cuñada rezaba en voz baja a una velocidad cada vez más elevada y su hermano miraba con los ojos inyectados en sangre a aquel uniforme de camuflaje que ya era visible hasta la cintura.
Aquel cuerpo, siguió bajando pero, a pesar de la penumbra, algo no encajaba. Diana y su hermano parecieron darse cuenta. Aquel cuerpo no tenía la pose firme y decidida de un atacante sino que parecía balancearse, cojeando, teniendo que usar su mano para asirse a la barandilla de las escaleras. Aquel cuerpo estaba herido. El hermano de Diana relajó la tensión de los músculos de su brazo y Diana miraba boquiabierta presa de la expectación. Cuando aquel hombre hubo bajado el último escalón, Diana no pudo contener un grito. Aquel hombre era Rodrigo y estaba malherido.
Diana corrió apresuradamente a sus brazos. Rodrigo comenzaba a desplomarse cuando Diana le sujetó y comenzó a besarle mientras le intentaba erguir. El hermano de Diana también se había levantado y se encontraba pasando el dolorido brazo de Rodrigo por su hombro cuando cayó una nueva bomba. El impacto fue brutal. Los cimientos de la casa se sacudieron y los tres cayeron al suelo sin apenas oponer resistencia. Rodrigo y Diana cayeron enfrentados, cara a cara. Ambos pudieron sentir la dureza y frialdad del suelo al tiempo que se miraban a los ojos.
- Rodrigo. - Dijo Diana mirándole con los ojos vidriosos, presa del pánico por aquella nueva explosión. - Rodrigo, protect the baby.- Rodrigo la miró con estupor un segundo. En seguida se dio cuenta de que había visto a dos niños al bajar, eran sin duda los sobrinos que Diana le había comentado en otras ocasiones. - The baby, Rodrigo, please, the bay.
Rodrigo intentó levantarse lo más rápido que pudo para poner a salvo a aquellos niños. Sin embargo una mano tiraba de él de vuelta al suelo. Diana le miró con dulzura y Rodrigo dejó de intentar zafarse de ella. Con las manos aún unidas, Rodrigo volvió a tumbarse de nuevo a su lado, sin saber muy bien por qué lo hacía, hechizado por aquellos ojos.
- Rodrigo. - Diana le miró y con un susurro a su oído le dijo. - Rodrigo, your baby. - Y lentamente colocó su mano en su propio vientre. De repente Rodrigo lo entendió todo. Diana estaba embarazada y el hijo era suyo.
A menudo, cuando el silencio me ensordece,
y la tormenta, deja charcos en el camino,
el rugir de un corazón desbocado
es de mi tiempo, el único testigo
A menudo, cuando el viento me golpea
con su gélido aliento, y la codicia de mi mente me susurra
que me de por vencido
Yo le contesto, con la rabia que me alimenta,
que se olvide de que jamás caeré en el olvido.
La furia es el caudal que viaja por mis venas y el pulso,
es el replicar de los años que aún no he vivido.
Ha salido al fin el sol
tras la noche escarchada
por el frio pasado.
(No es bella, el ave herida, pero es peligrosamente atrevida)
Si puedes ver la luz más allá del crepúsculo,
y sentir, que todo lo que tienes cabe en tu mano,
podrás estar seguro de que no miento si te digo,
que por mil sueños que sueñes,
por mil pasos que andes,
eres libre, y todo lo que hay en esta tierra,
carece de sentido, si por fin has conseguido
ser el único carcelero de tus sentimientos,
(Y no dudo en pelear sin espada y sin escudo
contra aquellos que pretenden que los lazos sean nudos
y que olvidan, que he librado mil batallas)
El sonido grave de las gotas de lluvia cayendo sobre el plástico rompía la aburrida monotomía de la tarde. El pequeño refugio construido a base de tela de camuflaje y chubasqueros parecía resistir los embistes de la lluvia, que por tercer día consecutivo caía sobre Sarajevo. Tres largos y penosos días en los que Rodrigo Escudero había tenido que permanecer en su puesto de vigilancia en las colinas que se extendían detrás del cementerio musulmán, en la parte noreste de la ciudad. Desde su posición, Rodrigo tenía una vista periférica que dominaba gran parte de la ciudad. Podía ver las tumbas blancas, dispuestas desordenadamente, como copos caídos durante las primeras nieves. Podía ver igualmente el rio Miljacka entrando en la parte vieja de la ciudad y las azoteas de los edificios de los barrios del área de Titova. Eran edificios majestuosos, elegantes, hijos del neoclasicismo francés de finales del siglo XIX. Hubiera sido una postal preciosa de no ser porque la mayoría de aquellas fachadas estaban, en el mejor de los casos, asoladas por los agujeros de las balas, en el peor de los casos estaban derruidas, como gigantes heridos en medio de la batalla. Durante las tres noches que había pasado atrincherado en aquella posición, Rodrigo había pasado las horas contemplando como los edificios se incendiaban al recibir en impacto de los obuses, y como la fuerte lluvia apagaba las llamas en cuestión de minutos. Era, en su opinión, un vals macabro de luces y sombras que, aleatoriamente, aparecían ante sus agotadas retinas. Rodrigo sabía, que cada explosión iba a ser un recuerdo grabado a fuego en su memoria. Que cada fulgor en medio de aquella oscuridad aprisionada entre montañas no iba a desaparecer de su mente jamás.
Rodrigo era un espectador pasivo de aquella lucha entre ejércitos invisibles, cuyas únicas víctimas eran lo que antaño, había sido el orgullo y la gloria de los mismos hombres que estaban derruyendo su propia obra. Por primera vez desde que era soldado, Rodrigo se dio cuenta de lo absurdamente incomprensible de todo aquello. De cómo el ser humano, que había sido capaz de unir sus fuerzas y sus manos para levantar aquella majestuosa ciudad, la estaba usando como escudo ante los ataques de sus congéneres. Era, sin lugar a dudas, el invierno de la raza humana.
Lo más absurdo de todo aquello, pensaba Rodrigo, es que ni siquiera aquella guerra era la suya. Él estaba allí porque a algunas de las cabezas pensantes de la OTAN les había parecido oportuno colocar a observadores sobre el terreno. Observar, pensó Rodrigo. Para él no había mayor tortura. Quedarse quieto, vigilar, informar, no disparar sino le disparaban primero, aguardar y contemplar como el mundo se derrumbaba ante sus ojos mientras un aluvión de ideas y sentimientos invadía su mente, como el torrente del agua que va a parar directamente al mar y al contacto con la sal se pierde para siempre en un gran océano. Sus ideas, sus sentimientos, jamás iban a salir de aquella trinchera cubierta por chubasqueros verdes y tela de camuflaje y lo más frustrante de todo es que él lo sabía.
Aquella tarde, Rodrigo pensó seriamente en desertar. Pensó que ya no valía la pena seguir no luchando por una casa que no comprendía. Lo único que le retenía en aquel lugar era Diana. Desde aquel permiso en el Hotel Herzegovina, Diana se había convertido en el único motivo para seguir sujetando un arma entre sus brazos. Rodrigo no quería disparar, ni matar, ni siquiera herir al enemigo. Rodrigo quería sobrevivir para poder volver a los finos brazos de aquella mujer. Era su "ser de luz", su verdadero estímulo para seguir adelante. Por eso, cada vez que oía un ruido, un crujir de ramas en las cercanías de su escondite, Rodrigo agarraba su fusil como quien protege un tesoro, sabedor de que aquel invento macabro de la humanidad era su único valuarte para seguir vivo y poder volver a ver a Diana. Esos tres kilos de metal y plástico, relleno de pólvora en pequeñas cápsulas, era su salvavidas. Y eso, a Rodrigo, le revolvía las tripas
Rodrigo podía ver como la mayor parte de la ciudad se consumía entre el polvo y las cenizas provocadas por la artillería Serbia y sin embargo se sentía seguro. Eso era porque sabía que Diana se encontraba en el distrito de Petrovici, en la región este, justo a las espaldas de su posición. Mientras las bombas cayeran en el centro de la ciudad, delante de su campo visual, no había peligro alguno para Diana. Rodrigo se preguntaba qué estaría haciendo. Seguramente estuviera en el sótano de la casa de su hermano, leyendo algún cuento a sus sobrinos o ayudándoles con los deberes. Tal vez estuviera cocinando algún guiso de los que le dio a probar cuando le llevó aquella noche a casa de sus padres, o estuviera pensando en él, jugando entre los dedos con el Carnet de Conducir que Rodrigo le dio para que tuviera una foto suya.
Rodrigo estaba tan ensimismado en sus pensamientos, acurrucado en su pequeña trinchera, que cuando oyó aquella explosión, procedente de un lugar poco habitual, su corazón casi se sale de su pecho. Rodrigo se reincorporó de un salto y agarró con fuerza su fusil. Retiró el fleco de la tela de camuflaje y por la pequeña abertura escrutó la ciudad ante sus ojos. Sus temores iniciales se hicieron más fuertes cuando descubrió que la bomba no había caído donde lo llevaba haciendo toda la semana. Con la respiración entrecortada, Rodrigo repasó con la mirada rápidamente cada edificio, cada plaza, cada calle, pero no había rastro de humo. El corazón le bombeaba a una velocidad de vértigo, expulsando adrenalina a cada rincón de su cuerpo. Rodrigo repasaba cada rincón de aquella ciudad que comenzaba a desaparecer, engullida por la oscuridad del ocaso. Pero no había nada, todo estaba tranquilo, inmutable. Una nueva explosión hizo que Rodrigo soltara un grito de espanto. Esta vez no había duda, estaban bombardeando alguna posición a sus espaldas.
Diana, por dios, Diana, pensó Rodrigo con una voz que sonaba asustadiza y entrecortada en su cabeza.
Sin pensarlo, Rodrigo cogió su radio de campaña y la encendió. Sabía que estaba violando varias normas, ya que no debía encenderla nada más que a las 10 de la noche para pasar el informe diario y en casos de extrema emergencia, pero le daba igual. Buscó el canal que le habían asignado y habló con apresuradamente, casi gritando.
- Mando, aquí Escudero, posición Alfa Tango 665, ¿me reciben?.
El silencio que provocaban las interferencias de la radio puso aún más frenético a Rodrigo.
- Mando - repitió aún más fuerte - ¡Me reciben!
- Aquí Mando, le recibimos, ¿Ocurre algo?
- Las bombas, ¿Donde coño están cayendo las bombas? - Tenía el auricular cogido con las dos manos y literalmente estaba de rodillas gritando hacia él.
- Rodrigo cálmate - reconoció la voz, era Padilla, el soldado a cargo de las comunicaciones, había hecho la instrucción con Rodrigo y se habían reencontrado en Bosnia. Eran viejos amigos. - Déjame que miré. - se produjo una pausa de varios segundos que se le hicieron eternos. - Vale, aquí tengo los datos de las explosiones, ¡Vaya! estos cabrones de los serbios están moviendo su artillería... Dejame comprobarlo de nuevo... Rodrigo no tienes porque ponerte histérico, tu posición no debería estar en la línea de tiro, estás a salvo
- Joder Padilla, ¡eso me da igual!, dime donde cojones están cayendo las bombas- una nueva explosión hizo enmudecer a Rodrigo un segundo, el tono pasó de ser agresivo a convertirse en un súplica. - Por favor, dime qué distritos están bombardeando
- Espera - La voz de Padilla sonaba tierna, como la de una madre que consuela a un hijo. - Según los datos que tengo están atacando las zonas de Novo Sarajevo, Hendek... y Petrovici.
La voz de Padilla seguía dando datos desde el otro lado de la radio pero Rodrigo ya no le escuchaba. Su mente había bloqueado cualquier estímulo del exterior. Estaba pensando en Diana, pero ya no en escenas tiernas y domésticas, sino en Diana aterrada, abrazando a alguno de sus sobrinos entre sus brazos, en el oscuro sótano de la casa de su hermano. Desde la radio, Padilla le estaba haciendo algún tipo de pregunta pero Rodrigo estiró la mano lentamente y apagó el interruptor. El silencio volvió a invadir el refugio. Era un silencio expectante, de los que se hacen más intensos cuando sabes que un ruido fuerte es inminente. Y la cuarta bomba llegó, esta vez como el rugir de cien tempestades juntas o eso le pareció a Rodrigo.
El sudor frió le caía chorretones por las sienes y las manos le comenzaban a doler de tener durante tanto tiempo los puños cerrados. Rodrigo sabía que no podía abandonar su posición hasta que no recibiera ordenes que se lo permitieran. Rodrigo sabía que abandonar aquel refugio suponía desobedecer al Mando y ser sometido a un juicio militar. Rodrigo sabía todo eso pero aún así no dejaba de mirar la puerta que daba acceso al exterior. Rodrigo cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir inyectados en sangre. Cogió aire con fuerza y... antes de que se pusiera el sol sobre Sarajevo, retumbó sobre el valle la quinta explosión
Mi voz ardiente grita
un silencio mal administrado.
Mis palabras son fuego. Mi mirada,
un desierto helado
Odiame, pero al menos dime que me odias.
Mis recuerdos están salpicados de cristales rotos
de la amargura del whisky por despecho,
de la absurdez de los amaneceres solitarios,
de la dulzura de la sangre que emana de un corazón roto
Quiereme, pero al menos cállate lo que sientes
Por primera vez voy a dejar de temer a la oscuridad
que produce la sombra que sigue tus pasos.
or primera vez voy a ser libre, como un pájaro
que, a vuela pluma, al fin quedó desnudo
A tí que me escuchas
a tí que no estás a mi lado
te digo con la fuerza de cien batallas
con el sonido de mil tempestades
que jamás en la vida que viva
voy a olvidar el momento en el que provocaste
que por primera vez pude sentir
el instante único e irreparable
en el que mi corazón se olvidó de latir...
... (gracias por recordarme lo que es vivir)
La autentica furia llega en forma de puñaladas contra el espejo. Es el instante único e irrepetible en que tus ojos se cruzan con tus propios ojos en tu reflejo. Esa mirada de odio que te echas a tí mismo. Esa rabia que condensa mil huracanes. Ese sentimiento que sólo tú puedes comprender porque eres tú mismo quien esta atravesando con la mirada a tus propias retinas. Esa es, la sensación más autentica del mundo. Ni orgasmos salvajes, ni borracheras auto-destructivas ni siquiera la combinación de estas dos cosas a la vez. Esa mirada a tu propio ser es sin ninguna duda el sentimiento más crudo, real, autentico, miserable, puro y a la vez, más humano que una persona puede experimentar en su propio ser. Es la reciprocidad de la furia contra uno mismo. Furia al cuadrado. Un feedback de autoculpa, de resentimiento, de liberación, que emerge desde tus pupilas y te recorre la médula espinal como un latigazo a carne viva. Es un acto que no puede ser planeado, ni construido. Aparece de repente, dura una milésima de segundo y se va en el instante en el que te reconcilias contigo mismo. Pero, joder, el instante en el que tu odio te odia a ti mismo es acojonante. Es morder con fuerza el labio inferior de una persona con la que llevas años esperando para acostarte, y sentir como te clava sus uñas en tu espalda para canalizar el placer que tu la estas dando, pero mil veces más intenso. Es pureza visual. Es en definitiva, sentir que estas jodidamente vivo y cabreado. Es éxtasis. Es pura delicatessen sensitiva, que coño.
Rodrigo dio un trago a la botella de ginebra Gordon´s, se enjuagó la boca hasta que notó como su lengua se anestesiaba y engullió el líquido templado. La ginebra tibia era un horror, por lo que la rebajaba con su propia saliva. Miró la botella y aún quedaba algo menos de la mitad. Extendió su brazo izquierdo y derramó parte del contenido sobre la herida de su brazo para desinfectarla. El dolor fue intenso pero se contuvo de soltar cualquier quejido. No quería mostrar debilidad. No debía.
Abrió y cerró el puño de su mano extendida para ver si la movilidad era buena. Lo era. Pero el dolor le atravesaba el brazo desde la punta de los dedos hasta el hombro. Miró cabizbajo la mezcla de sangre y ginebra que se deslizaba por el lavabo. Ese color rojo tenue, le tuvo absorto varios segundos. Cogió de nuevo la botella por el cuello y le dio otro trago, esta vez a conciencia. La dejó sobre la pequeña balda de plástico que había junto al toallero y, por primera vez desde que entró en la habitación del hotel, miró al espejo.
En un principio, Rodrigo fue incapaz de reconocer el rostro que aperecía reflejado. Sin duda le recordaba a él, pero parecía un versión vieja y desgastada de sí mismo. El hastío, la venganza, la desesperacion se reflejaban en sus pequeños ojos negros, sin apenas brillo en la oscuridad de sus retinas. Sus tupidas cejas formaban un arco obtuso que reforzaba el cansancio de su mirada. La frente mostraba arrugas que jamás se irían. Y su boca, su boca tenía un gesto torcido, desencajado, de aquel que se niega aceptar todo lo que ha vivido. Rodrigo estiró la mano y rozó suavemente el cristal, como queriendo transmitir cariño a esa imagen fría y desgastada. Pero la expresión de tristeza y desidia no desaparecía del cristal.
El sonido de un obús hizo volver a Rodrigo a la realidad. El estruendo provenía de lejos, tal vez tres o cuatro kilómetros si el viento soplaba de frente. Las tropas serbias seguramente estaban bombardeando los túneles subterráneos del aeropuerto que suministraban víveres y combustibles a Sarajevo. Cuando te acostumbras a las bombas, su ruido es como el de los truenos en una tormenta de verano. No asustan, sorprenden. Rodrigo sólo temía a una cosa en aquel rincón del mundo: el silencio. El silencio era el peor castigo para el soldado. Si oyes las balas te puedes poner a cubierto de quien te está disparando, si oyes los obuses puedes bajar a un sótano y esperar a que cese el ataque. Pero el silencio era el hábitat natural de los francotiradores, que desde hacía meses estaban apostados en las laderas que rodean la ciudad de Sarajevo. Un francotirador no avisa, espera en calma a que aparezcas frente a su objetivo y entonces dispara. La bala no suena, lo único que hace ruido es la caída del cuerpo abatido. Rodrigo había visto a militares y civiles caer desplomados delante de sus ojos en medio de las continuas carreras por las calles de la ciudad. Al acercarse para comprobar si había resbalado, se encontraba un agujero de bala en sus cabezas. La tensión entonces era indescriptible. El corazón le bombeaba con la fuerza de un huracán mientras la adrenalina invadía todo su cuerpo. En apenas un segundo, se daba cuenta de que estaba en el mismo punto de mira del francotirador invisible. Rodrigo jamás buscaba el origen del disparo. Su única respuesta era correr hasta el escondrijo más cercano. Entonces por primera vez el silencio se rompía y en su cabeza se oía el estruendo de los latidos de su corazón y sus jadeos entrecortados. La tension era tal, que en ocasiones corría de esquina a esquina con los brazos tan apretados a su cuerpo, que el cargador de su fusil había acabado por acerle una profunda herida en su antebrazo izquierdo.
Un nuevo obús hizo retumbar la ventana de la habitación. Este había caido más cerca, pero lo suficientemente lejos para no correr peligro. Se enjuagó la cara con agua fría a pesar de que era invierno. Hacía varios días que no llegaba gas a la ciudad para poder calentar las calderas. El golpe de frescor del agua le reconfortó. No era consciente, pero su temperatura corporal era elevada. Tenía fiebre pero había cosas más importantes que las que preocuparse en aquel momento. Se echó un poco de agua por la nuca y detrás de las orejas, dándose un leve masaje detrás de las orejas. Entonces unas manos se juntaron con las suyas y penetraron intensamente en su pelo. Aquellos dedos femeninos, largos y estilizados aunque asperos y castigados, se insertaron hasta la raíz de su cabellos, entrelazándose en sus mechones y tirando de ellos suavemente, repitiendo el movimiento con mayor intensidad. Era el primer gesto de cariño que recibía Rodrigo en meses. Apoyó sus doloridos brazos sobre el lavabo e inclinó la cabeza dejando que aquellas manos siguieran manejándole su rizado cabello. Era sentir el cielo en medio del infierno. Rodrigo se dio cuenta de lo tremendamente placentero de aquel gesto tan mundano. En aquel lugar, en ese derruido hotel a las afueras de Sarajevo, en un habitación ocre y destartalada, en un cuarto de baño con una luz mortecina que apenas alumbraba la estancia, dos manos femeninas eran el mayor regalo que, sin duda, podía recibir
Aquellas manos se posaron sobre su frente y tras comprobar la temperatura durante varios segundos una voz dijo.
- You hot- en un inglés forzado y apenas inteligible debido al fuerte acento balcánico.
- I know- dijo Rodrigo y agarrando aquellas manos mientras se daba la vuelta, posando sus ojos en los de aquella mujer. Diana le miraba con un ternura que casi le hizo llorar por un instante. Sus ojos grises centelleaban a pesar de la poca luz. Su cabello oscuro estaba recogido con dos pequeñas coletas. Su cara era pálida, salpicada por pequeñas pecas que daban a Diana un aspecto angelical. Sus labios eran pequeños, casi imperceptibles que a menudo eran humedecidos por su lengua. Era un gesto que había llamado la atención a Rodrigo desde el primer momento que la conoció, hacía tres semanas en los sótanos de la Biblioteca Nacional la noche antes de que se incendiase.
Diana se había desnudado. Su cuerpo únicamente estaba tapado por la guerrera oficial del ejército español. Diana se señaló el apellido bordado sobre la tela.
- You- dijo apuntando a Rodrigo con el mismo dedo que había señalado su apellido. - You hero.
Rodrigo miró las letras de su apellido, Escudero, y no pudo evitar pensar en lo paradójico de aquella palabra inscrita en su uniforme militar.
- No hero- respondió lacónicamente. - Just soldier.
Sus miradas se volvieron a cruzar y fue un momento mágico. Ella, con sus manos aún sobre su pelo, le atrajo suavemente hacía su boca y le besó. Rodrigo se sintió reconfortado en cuanto entró en contacto con aquellos labios. La calidez de su boca le hacía pensar en su hogar, tan lejano, que se había fundido en la nebulosa de sus recuerdos.
Rodrigo agarró por la cintura a Dijana y la condujo lentamente hacia la cama de aquella habitación marchita del Hotel Herzegovina. Se tumbaron en la cama y le susurró al oido.
- Eres lo mejor que hay en mi vida
Ella lógicamente no entendía aquel idioma extraño, pero aquella ternura en sus palabras procedentes de aquel hombre atormentando, le hizo sonrojarse como aquella noche bajo el fuego de artillería en los sótanos de la Biblioteca.
En la penumbra de la noche, los dos cuerpos se abrazaron y se fundieron en uno. Hacía minutos que había caído la última bomba sobre Sarajevo y en la ciudad no se oía ningún ruido. Sin embargo, a Rodrigo no le importaba. Era la primera vez en mucho tiempo que no tenía miedo del silencio.